Y otra vez la cantaleta: los meses pasaban y pasaban sin que nadie realmente lo notara porque el reloj parecía objetivamente detenido en ese oasis de explosión multicolor llamado Universidad de la Tierra. Salvo impredecibles ráfagas de viento caliente que descendían del Himalaya y que alteraban la calidad del sonido del llamado a Alá de los musulmanes locales, la carretera Old Shimla repleta de camiones ruidosos y la German Bakery, dentro de la Granja todo era armonía, paz, tranquilidad, sosiego. También porque la rutina era absorbente. Murciélagos, jazmines, flores de azahar, arbustos silvestres, abejorros, cuervos, dos o tres elefantes, cobras perdidas, cinco de la mañana, entrada y salida de extranjeros, Morning Circle, Shramdaan, almuerzo, infusiones de agua caliente con jengibre y limón, agua de menta, acarrear y rellenar sacos, atravesar campos repletos de arroz basmati echado arriba de una carreta. Nadie, salvo Gareth, Emma, Patricia y yo, parecía interesado en el Ecofeminismo, movimiento ideado por Vandana Shiva el mismo día que decidió abrazarse a los árboles y hacer un llamado a escala planetaria por la libertad de las semillas. Todos los focos del antimperialismo internacional puestos sobre su elegante sari de seda cruda y cristales de Jaipur.
Cuando Vandana se desentendía de sus viajes y labores antimperialistas y se dejaba caer en la Granja para supervisar que todo estuviera funcionando, la calidad de la alimentación aumentaba exponencialmente. Ahí estaban los indios picando y sazonando raíces con la multitud de especias que de pronto aparecían frente a nuestros ojos incrédulos y nuestros estómagos acostumbrados a la sopa verde y reducidos en tamaño al punto de hacer prácticamente imposible la ingesta de alimentos sólidos. O al menos ese era mi caso. Los más incrédulos y científicos echaban en cara sus conocimientos de laboratorio explicando que por ninguno de los motivos los Organismos Genéticamente Modificados (GMO’s) constituían algún tipo de peligro para el hombre –y en teoría, la Mujer– libre y racional del siglo XXI y qué bien le vendría a India y a otros lugares oscuros del globo (o sea, África), donde se pasa hambre y un sinfín de otras calamidades, una buena, contundente y abrumadora revolución verde. ¿Y qué es una revolución verde?: ábranse los campos mal utilizados por el campesinado holgazán y que se extienda el blanco guante del progreso en la forma de cientos de miles de hectáreas consagradas a hospedar un solo tipo de semilla a fin de satisfacer las demandas globales y que de paso se transforman en números y cifras en las resplandecientes pantallas Bloomberg de algún bróker de Nueva York. Monocultivos de la tierra, monocultivo de la mente, replicaba Vandana Shiva frente a los biólogos, nutriólogos y especialistas en métodos de adelgazamiento.
La verdad es que aparte del descaro de quienes tomaban las riendas de la Granja en ausencia de la doctora Shiva y se aprovechaban de la ingenuidad occidental de los que podían costearse el cursillo sobre cómo ser Campesino en el cuarto mundo, a mí me gustaba –me gusta– el argumento ecofeminista. Era la razón por la que me mantenía esperanzado en Navdanya, porque entre cosecha, machetazos y relleno de sacos con pienso y alfalfa, sus planteamientos no estaban nada mal. Primero estaba la cuestión de la Biodiversidad. ¿Para qué tener de una sola cosa si se pueden tener y disfrutar de miles? Ahí radicaba no solo el futuro alimentario de la especie humana sino la idea que debiera sustentar el ordenamiento de los seres vivos en todos los niveles posibles. Porque los GMO’s prometían, en teoría, saciar las penurias estomacales… pero ¿A costa de qué? ¿Quiénes deben pagar los platos rotos? Primero que todos, nosotras, respondía Vandana Shiva frente a las cámaras de algún medio que trataba de emparentarla lo más posible con los movimientos antivacunas de Europa y así desprestigiar su filosofía “esencialista” como la llamaban, a pesar que Vandana se doctoró en física en Canadá. De bruta ni un pelo.
Las mujeres indias arrastraban tras de sí cientos de años de dominio patriarcal: primero fueron los padres, luego los maridos, a continuación, la Compañía de las Indias Orientales, luego los padres, luego los maridos. Recientemente la escuela donde incluso podían aprender a revolver una cacerola de lentejas para todo el núcleo familiar. Quienes lograban costearse un matrimonio arreglado con el hijo de algún magnate de Delhi, Kolkata o Mumbai, no debían preocuparse mucho porque el destino estaba diseñado en la anaranjada línea del horizonte indio y su enorme sol recortado de vez en cuando por caravanas de camellos y alguna procesión de elefantes corriendo por la selva de Kerala. El paquete incluía doctorado en Estados Unidos, no para ellas sino para el marido. Después vendrían los niños mimados y si la suerte acechaba, las niñas, a quienes había que procurarles un futuro reluciente con el hijo de algún magnate de Delhi, Kolkata o Mumbai. El proceso solía repetirse una y otra vez, la única variedad era el modelo del automóvil y las colecciones de alta costura de las grandes casas de moda parisinas que ahora habían puesto el cuarto ojo en el subcontinente. Adelantada a su tiempo, como siempre, Chanel ya había estrenado en 2011 su colección hecha a mano por los Métiers d'Art, “París-Mumbai”.
Para quienes buscaban inspiración en Indira Gandhi el futuro gritaba: soltera para siempre. Y con suerte, una larga vida. Ahí entraba Vandana para defender los intereses de las otras mujeres de las que no hay que hablar mucho porque no hay nada divertido que decir de ellas, salvo calamidades. Y el mundo está hasta las narices de historias feas, mejor nos quedamos con las divertidas, suaves y perfumadas. Mientras el gobierno se gastaba cientos de miles de millones de rupias masculinizando a Hanuman o al dios Shiva, las mujeres campesinas indias, absolutamente iletradas, debían hacerse cargo ellas solas del cuidado del escaso patrimonio familiar, que ahora pendía de un hilo luego del suicidio colectivo de los maridos y las amenazas constantes de los acreedores. Atormentados por deudas contraídas con grandes corporaciones occidentales dueñas del capital alimentario, el suicidio colectivo de campesinos indios se tomó durante algún tiempo las portadas de medios escritos en India, pero por poco, un par de meses, acaso semanas. Como la vida es transitoria y seguro habrá algo mejor en la que viene –de acuerdo a la respectiva casta, desde luego– la muerte no era vista necesariamente como una calamidad. Pero allí estaban: de pie, envueltas en lino rosa y palo en mano, la Gulaba Gang, defendiendo los intereses de las compañeras golpeadas y abusadas y al otro lado la Dra. Shiva, explicando que la libertad de la semilla significa la libertad de las mujeres. Porque las mujeres campesinas empobrecidas en India tenían a su haber única y exclusivamente el conocimiento adquirido durante años de tradición campesina, de modo que su forma de liberación en el presente, era retornar a los modos ancestrales y defender la tierra a toda costa. Nada de Monsanto, nada de Syngenta, fuera Bayer. Se trataba de una cuestión de sobrevivencia, sí, pero sustentable, también, y diversa, desde luego.
¿Qué los GMO’s producen cáncer, ceguera, mal de ojo y colon irritable? No tiene sentido ver la cuestión de esa forma. Aquel argumento, esgrimido mil veces en occidente, lo único que hace –explicaba Vandana– es posicionarnos en una antropología egoísta donde lo único que vale es el Hombre, cuando lo rescatable es la biodiversidad. Y claro, ahí estaban: cientos de jóvenes delgados y pálidos haciendo fila en el Whole Foods o mercado orgánico del vecindario Gentrificado, para conseguir los dátiles, las zanahorias y los tomates que los van a salvar de la horrible posibilidad de traer niños autistas al mundo y de paso, no condenar a la economía doméstica etíope a la pobreza sin límites. Pero el argumento seguía dando vueltas alrededor de la conveniencia personal ¿Es posible que el Roundup realmente cause algún tipo desconocido de cáncer? Además, la comida orgánica ayuda a suavizar el rostro y a mantener la actividad política en constante movimiento. Sin embargo, cuando alguno de esos jóvenes llegaba a la Granja y se daba cuenta que el argumento ecofeminista de Vandana iba más por la vía de la sobrevivencia y la promoción de afectos, moviéndose entre los límites del cariño por la tradición agrícola centenaria, el trabajo de mujeres emancipadas del marido y Estado golpeadores y el amor por la naturaleza, resulta que el joven se sentía engañado. El peregrino quería descubrir el secreto para la eterna juventud o buscar sustento teórico para el viaje pagado por la familia, a quien había prometido: después del viaje a India sentaré cabeza. O lo que es igual: sacar la maestría, emprender alguna cosa, cuidar los intereses paternos en la firma de contabilidad o abrir una bonita tienda de alimentos orgánicos, pero no en cualquier parte, no señor: si no es posible en Berlín o San Francisco, bien pueden ser Londres, París o Nueva York. Y ojalá que quede en manos de alguna mujer ¿Y el hombre? De patada en el culo derecho hacia los negocios, la abogacía o el doctorado que también abría las puertas de la academia, el menor de los males. Después de todo las facultades ven con buenos ojos las estancias en sitios donde la miseria abunda. Una estadía en el sudeste asiático engalana un Curriculum vitae repleto de títulos caros pero carente del adorno exótico de la cúrcuma, en lo posible recogida con la mano, y del compost, ojalá con contribuciones del propio sistema digestivo.
Patricia, Gareth, Emma y yo veíamos con cinismo a los “defraudados” que después de exponer en el Morning Circle que se sentían absolutamente conmovidos por la belleza exótica de India, de la que ya habían disfrutado de forma superficial luego de pasar por Mussorie, Agra, Pune, Varanasi y Gangotri, sentían de pronto un calor en el pecho, una desesperación ¿qué era? ¡Claro! ¡El llamado urgente para vincularse con actividades realmente anticapitalistas! Porque no es lo mismo salir de niñato a protestar en contra de prisioneros de conciencia que en realidad uno no conocerá jamás en el caso improbable que sobrevivan, mezclando la protesta vital con la francachela bohemia: si se quiere conocer el todo “holístico” –palabra favorita de los peregrinos antiglobalización–, se torna vital ayudar a los verdaderos pobres desde dentro.
Así es como apareció Remi.
Un rubio alto, delgado, usaba una chaqueta de lana que en letras rojas declaraba el amor de su dueño por La Paz, Bolivia. Yo estaba fumando un Gold Flake junto a Gareth mientras discutíamos el programa para el curso de Gandhi donde yo hablaría de los Sueños y las Pesadillas, cuando un viajero de pelo rizado caminó hacia nosotros sosteniendo un palo entre las manos.
- ¿Esto es la Granja Orgánica?
- Sí, así es. Yo soy Aníbal.
- Hola, soy Remi.
- ¿De dónde eres?
- París.
Otro más.
- ¿Y el palo?
- Ah, esto. Es un palo para encontrar agua. Me dedico a la Radiestesia.
- ¿La qué?
- Radiestesia. Es una técnica ancestral para buscar lugares con agua y diversidad. Y como el agua es vida, allá parto. Así he estado viajando por toda Asia, gracias a la Radiestesia.
- ¿Y eso metálico que llevas en el bolso? ¿Un saxofón?
- Así es. Pero después quiero ir al Tibet y luchar desde dentro en contra del imperialismo… Pinta bien la Granja, ¿no?
Eran las 7 de la tarde. Hora de la comida. Ni Vandana ni Aditi estaban en la Granja porque tenían cuestiones pendientes en Nueva Delhi, así que tuvimos que llevar a Remi a la oficina de registro donde le explicaron cuánto costaba cada noche, y si quería habitación compartida o individual, baño indio o de occidente. Si bien Gareth era autentica y objetivamente bien parecido, Remi parecía arrancado de los frescos de las estancias vaticanas, lo que provocó un alboroto como nunca había visto en la Granja. Desilusionadas por el cinismo de Gareth, la ambigua orientación sexual de Kyle, la fetidez de todo el resto y mi propia fealdad –al menos eso creía yo– la aparición del francés en la credencia desordenó los ánimos de las siempre compuestas compañeras antiglobalización, anti estereotipos de género, anti jabón a base de grasa animal. Y ahí estaban: ¿Remi, cuánto tiempo llevas en India? ¿Ya fuiste a la ciudad? ¿Vamos juntos? ¿Por qué no tocas algo con el saxofón? Remi…
No podíamos creer tanta mierda.
Fuera el viento había cambiado por una bruma gélida que obligaba a llevar gorro, fleece, dos calcetines, pantalones gruesos, guantes de lana. El agua de los grifos salía fría, pero había que limpiar los platos de latón. De cualquier modo, quedaba algo de tiempo para compartir una botella de vino que Gareth había traído de contrabando y que llevamos a la parte trasera de la Granja, donde una vez terminado el Curso de la Agricultura Orgánica habían instalado un jardín que Margot, Anna y yo teníamos como misión mantener en condiciones presentables para el ojo del peregrino. En el medio había un hoyo donde en las próximas semanas fabricaríamos una banca de adobe con un lugar especial para fogatas. Nos sentamos a beber directamente de la botella, nada de copas ni de remilgos, mucho menos yo que me había pasado todo el día entre el heno y el fertilizante vacuno. Desprendía un olor a campo mezclado con piel quemada, tabaco y Happy de Clinique. Me importaba un comino. Emma tocaba la guitarra y Patricia se quejaba de los mosquitos que si bien no transmitían malaria, parecían impermeables al invierno de Uttarakhand. Estaba realmente viviendo la aventura de Walden, pero rodeado de gente amiga, convencido además que el curso natural de las cosas no existe: se trata de una engañifa que es posible romper, torcer, retorcer, dar vueltas y moldear de la forma que uno quiera. El pantalón (que ya parecía falda) me quedaba tan grande que todos se reían de mi aspecto. ¿Estaré visiblemente más delgado? ¡Bah! ¡Qué importancia tiene! Mi mente se sentía completamente despejada, sí, eso era, limpia y ausente del tedio de la normalidad. Estaba viviendo el día que en casa aún no empezaban ni a presentir, tomaba vino barato desde una botella compartiendo además del licor, la saliva y la mugre bucal ajena, escuchaba el bullicio estridente de las cigarras que dormían día y noche, el ladrido de algún perro, el canto de los incomprendidos cuervos que salían de noche a hacer magia negra. La ausencia de monocultivos en la tierra provocaba la ausencia de monocultura en el corazón, porque ahora por fin la Granja empezaba cobrar sentido, sí, ahora se estaban uniendo las razones de porqué yo estaba ahí, en el preciso instante en el que Patricia y Gareth anunciaban que quizá ya era hora de coger otros rumbos.
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