Cuando voy por la Ciudad o el Campo lo primero que llama mi atención no es ni el color de un cerro, ni la textura de las hojas de los árboles, ni la fachada de un edificio corporativo tipo chateau construido hace dos años, ni la última temporada (“new arrivals”) que cuelga de los maniquíes instalados al otro lado de las relucientes vitrinas de un Mall donde la gente se pega como lapas. Lo mío empieza y termina con el olor y el ruido. Son las primeras intuiciones que tengo al levantarme: con mi mala vista –uso anteojos desde los cinco años– el olor y el ruido son ESENCIALES para subsistir. La vida es difícil para los cegatones. En esta entrega me centraré en los aromas. ¿Diferentes? Sí. ¿Contradictorios? Tal vez. ¿Increíbles? ¡Qué duda cabe! Hay olores que se me presentan a lo Ratatouille (la película, no tolero ese enredo de verduras) o sea: ¡Zaz! teletransportación a momentos específicos de la niñez, gente que quise, que seguiré queriendo pero que jamás volveré a ver, sin embargo, allí quedó el aroma suspendido en el aire. En la forma de una gota de eau de toilette o en regalos de la naturaleza. ¿Olores repulsivos? Desde luego. Parado en la fila del banco, no hay nada peor que sentir el aliento a heces calientes de un señor y sus tres cafés, seis cigarrillos y pan de ajo detrás de mi cabeza mientras habla de sus supuestas mansiones millonarias. A las 9 de la mañana. Pero eso también quedará para otro capítulo.
Entonces ¿Cuáles son mis olores? ¿Por qué me gustan tanto? La lista es larga, el espacio limitado y los ojos de mis lectores y lectoras se irritan. En cualquier caso, para el interesado: una muestra y redoble de tambores.
Happy for men de Clinique
Como todo sudaca sin mucho refinamiento ni cercanía a los “pijos” (cuicos, caretas, pitucos, chetos, fresones, etc.), me confieso miembro ilustre de la familia Miranda cuando se trata de los famosos Duty Free, esas tiendas exentas de “taxes” que instalan en las terminales internacionales de los aeropuertos para solaz de la errante chusma consumista. Normalmente me meto ahí a vagabundear cuando tengo una conexión que obliga a matar el tiempo o cuando el próximo vuelo está con retraso. Lo recuerdo bien: ¿viaje? Frankfort-Londres con escala en Edimburgo. El cada vez más frecuente “invierno más espantoso de los últimos cincuenta años” me retuvo seis horas en Alemania y al llegar a la capital de Escocia, reviso las pantallas azules buscando la puerta de embarque de mi Lufthansa low cost, ¡Diantres! “Delayed”. 3 horas adicionales. Entonces el Duty Free me hacía guiños desde la esquina derecha. Huelo mi ropa: mezcla de la cerveza que me cayó encima durante una turbulencia y un peligroso aroma a cebollas recién cortadas porque había olvidado por completo a don Desodorante. La solución estaba frente a mis anteojos sucios, personificada en las estanterías blancas donde instalan las fragancias y sus respectivos testers. “Try me” es una invitación que no se puede rechazar cuando es gratuita y nadie está al acecho. Los olores son el quid del asunto, el motivo de mi estadía en el Duty Free, de modo que tampoco es llegar y echarme cualquier cosa. A lo Miranda, sí, pero con clase.
Primero decir que antes de ese día no me compraba fragancias caras porque aún era estudiante… de Filosofía Antigua. ¿Dinero? Escaso. ¿Buen gusto? Herencia de mi abuela materna. ¿Colonias? Si eran regalo familiar, pisando sobre terreno seguro con Be de Calvin Klein, si dependía de mi bolsillo, algo cítrico del Body Shop. Porque una cosa es ser universitario pobretón y otra es tener buen olfato, y como lo mío es reconocer el mundo a través de los olores tengo bien desarrollado ese sentido. De ahí que no entiendo el atractivo que algunos reconocen en fragancias objetivamente malas con olor a madera encerada, vinagre, detergente y alcohol tipo 1 Million de Paco Rabanne, Drakkar Noir o le Male de Jean Paul Gaultier. Y en el peor de los casos, la colonia del “arriesgado”: Acqua di Gio. En verdad la odio. Pareciera gritar: quiero oler a algo cítrico pero que se note que soy hombre-hombre. Es como bañarse en limones que debieran ir a dar a un pisco sour y sal para cocinar un pollo. El sujeto que la usa siempre es el mismo: camisa dentro del pantalón corte regular, chaqueta beige marca Docker’s, zapatos Florsheim modelo Oxford. Nada de acasos y aventuras desconocidas, siempre navegando por las aguas cristalinas de la total y absoluta certidumbre. La novia/mujer del brazo y su cartera MK. Pero él es de tomar riesgos, se para en el Duty Free y comenta a viva voz: “¡Ésta es la que me gusta! Mira, ¡Huele por favor! ¡qué fino!”. La compañera –a priori bañada en Chanel 5, que en su cabeza es buen olor por naturaleza– sonríe y sugiere que deben comprarla sí o sí, mi amor, cómo vas a dejar pasar esta OPORTUNIDAD, ¡Ala, no perdamos el precioso tiempo y a la caja! Contentos con su bolsita roja sellada que deben abrir en el destino final, un hotel 3 estrellas cerca del Hyde Park. Bueno ¿Y yo? Debatiéndome entre Allure de Chanel y Portofino de Tom Ford. Más de 150 libras esterlinas cada uno. “Cuando publique mi best-seller…” pienso, con la botella tester en la mano y la mala pata del vendedor que está junto a mi y que por primera y única vez en mi VIDA pregunta:
- ¿Lo ayudo en algo, señor?
Maldición. ¿Cómo le explico que yo solo estoy “mirando” y que por favor me deje solo de una buena vez, yo estoy aquí para quitarme el mal olor, el dinero de la cuenta corriente es para pagar la renta, el pan y las salchichas? Pero en su lugar contesto:
- Sí, gracias, busco algo muy cítrico…
- Entonces esas no son las convenientes, venga, sígame.
Claro. Mi cabeza prejuiciosa me lleva a pensar de inmediato en la botellita transparente de Giorgio Armani que bien podría mezclar con agua ardiente y pasar el “layover” con los sentidos trastocados. Pero a ver, momento. Hold your horses. De pronto aparece un frasco anaranjado que nunca había visto (en circulación desde 1999) y a 40 libras esterlinas. Madre mía, Santa María Virgen, Adon Hashamayim Veeretz, Aleluya. La parte superior de mi brazo se baña en algo que va desde las mandarinas recién exprimidas hasta los jazmines. ¡Exquisito!
Momento: cultura de perfumes tengo de sobra. Sé –consejo para ti, lectora y lector– que para comprar una fragancia el método es el siguiente: lo que uno huele al comienzo son las “primeras notas”, algo así como el gancho para comprar. Pero lo que se queda en la piel y lo que enjuiciará la opinión pública son las “segundas notas”, y la fusión de éstas y el P.H. ocurre por lo menos 15-20 minutos después. “Me voy a dar una vuelta y veo cómo me sienta”.
- Vaya que lo espero.
¿Viejo miserable o un auténtico connoisseur? Me meto de lleno en la sección de libros buscando lo último de Haruki Murakami, autor favorito cuando estoy de viaje. Al menos allí no van a hurguetear con la nariz en la experiencia literaria ajena. Luego de media hora – con su respectiva revisión de “Estado del vuelo”– se desprende un aroma que con su hálito exclusivo me sigue hasta el día de hoy. Sí, naranjas exprimidas pero tenues y acompañadas de cedro y Lirio de los Valles. Ahí está. De vuelta al stand de Clinique pido mi Happy eau de toilette y camino feliz junto a mi compra que espero con ansias abrir en la casa de mi amigo Bruce en Richmond, al fin y al cabo, uno no puede llegar oliendo mal a ese lugar, ¿no? ¿Y qué tiene de especial Happy aparte de su increíble, elegante, pop, agradable y, sobre todo, baratísimo encanto? Que me acompañó durante una semana caminando por las calles de Londres en lo que prometía ser una difícil faena universitaria revisando archivos en el Museo Británico y su colección de epigrafía griega. Nueva York, Delhi, Madrid, Santiago de Chile, Dacca, Islamabad: abro mi botella naranja y se me aparece Londres en menos de un segundo. Las primeras notas, algo así como recorrer la Torre de Londres y la National Gallery en el lugar donde me encuentre, incluso sentado en el váter de mi diminuto departamento de barrio Gentrificado. Las segundas notas: el Carmenere compartido hablando de política latinoamericana, mi nueva bufanda de Gryffindor, la evidencia en piedra blanca que da cuenta de la existencia real y concreta de Sócrates, más allá del Menón y la extraordinaria República. De modo que no necesito estar en Londres para efectivamente estar en Londres: abro mi botella y el aroma entrega la llave mágica para torcer el tiempo y navegar por las aguas turbias del río Támesis, dos, tres, cinco, ciento cincuenta veces al día. Porque el perfume en realidad da igual, lo importante es el alboroto que provoca en los sentidos, los recuerdos que van y vienen, la convicción absoluta que sin importar donde me halle en estos precisos momentos puedo sentirme en un lugar fijo del mundo y volverme errante una y otra vez. Las veces que quiera. Y objetivamente Happy.
Santa María Novella
A mi hermano y a mí nos solían dar un asco profundo las velas y todo lo vinculado a ellas: desde los fósforos hasta la cera derretida. Chile post dictadura: miembros de agrupaciones contrarias al régimen de Pinochet (que de forma objetiva se extendió hasta que el viejujo cayó preso en Londres… para volver a Chile y morir en la absoluta impunidad, tema para otra entrada del blog) gustaban de arrojar “cadenas” al tendido eléctrico y ¡zaz! los sureños nos quedábamos sin energía eléctrica. Entonces ahí estaba, la infaltable vela blanca hecha de cera de calidad ínfima pero que era útil para terminar el puchero, jugar a alguna cosa, aprender el abecedario o iluminarse mientras algún miembro del diminuto núcleo familiar necesitaba ir al baño. La que sufría era mi hermana: como era la “mujer”, debíamos escoltarla para espantar la presencia de gnomos y fantasmas y duendes del tamaño de un tarro de leche en polvo, entonces se agachaba y el malicioso hermano mayor le dejaba caer cera derretida sobre la espalda o cualquier extremidad que quedara al descubierto. Gritos, patadas y risas. No nos dolía tanto el coscacho en la cabeza de nuestra iracunda madre que en teoría criaba futuros “caballeros”, sino el olor putrefacto de la vela apagada. Asco encima del asco. Algo similar a la grasa de cordero frita junto a uñas y pelo quemado. Puaj.
¡Y qué decir de los funerales! ¡Los matrimonios! ¡Las misas! ¡Los Janucá! ¡Las tortas de cumpleaños! (éstas últimas, ajenas, porque en casa no había costumbre de desperdiciar el poco dinero en “tonterías” como decía nuestra madre, encomendada, según ella, a la Santísima Virgen del Puño bien Cerrado). Una tortura para nuestros olfatos. Preferíamos el olor a establo o el pipí de gato antes que el de esas estructuras blanquecinas que con el tiempo llegamos a detestar, odiar, insultar, criticar, maldecir. O simplemente arrojar a la pila de desperdicios arriesgando una inolvidable y entrañable paliza.
Hasta que conocí Santa María Novella.
Habían pasado los años, economía en ascenso, padres burgueses, hijos e hija de pasado proletario y aspiraciones capitalistas. Cuando ya nos podíamos permitir ciertos lujos, se nos ocurrió aromatizar los ambientes y compramos velas marca Glade que de acuerdo a la etiqueta huelen misteriosa e increíblemente a cosas como “brisa de mar”, “frescura de bebé” y “pasión gitana”. Nada de brisa, frescura y pasiones de buhonera, sólo una mezcla de grasa con un objetivo olor a culo sin lavar y heces acumuladas entre las nalgas. Es decir, un gran NO a las velas. Para siempre. Por los siglos de los siglos, no, wait.
Luego de un estresante semestre repleto de labores universitarias complejas que incluían traducciones del Griego Antiguo al latín y que prometía abiertamente y sin reservas una lustrosísima y elegantísima cesantía –¿alguien ha leído un aviso de “se busca filósofo experto en lenguas muertas”? – mis amigos Bárbara y Francesco fueron de la opinión que, para desprenderme del estrés, debía ir con ellos durante un fin de semana a Italia. Yo había estado en Roma y Nápoles y se supone que en el corto plazo viajaría al norte para ver qué tal los centros de ski y si me entusiasmaba, tal vez Suiza (sí, ese nivel de arribismo). Pasajes de Easy Jet comprados, maleta lista. ¿Destino? Florencia. Entre copas de vino blanco y una visita a la “villa” de la familia de Francesco, que era un poco más pequeña que la Casa Rosada, pasamos por fuera de una Iglesia levantada en el 1400. Santa María Novella. ¿Otra iglesia? Mis pies ya ardían y mis sandalias Teva a punto de destruirme los dedos. Bárbara: “Aníbal, aquí hay una farmacia que vende las mejores velas del mundo”. Claro, lo que me faltaba: velas. ¡Qué alegría tragarse las palabras! El asunto es que yo, ex pobretón sudaca, acostumbrado a lo peor mezclado con lo peor de lo peor, vinculaba la palabra “vela” con miseria, caca, cortes imprevistos en la transmisión de algún programa de televisión aniquilador de neuronas, estudio difícil bajo las velas que semióticamente hablando representan la ilustrada “ratio”. Santa María Novella me hizo creer durante unos minutos que el paraíso quizá sí existe y que mi alma no quedaría estancada en el Sheol.
Se trata de velas fabricadas desde el Siglo XII y por los monjes que allí vivían. ¿Velas pedófilas? Por favor no usemos esa palabra para las sagradas velas de Santa María Novella y dejémosla para los curas y sus guarradas. Y allí estaban: jazmines, ámbar, café, vainilla, rosas, roble. Nada de cera asquerosa, nada de aditivos artificiales. Encima eran distintas: no venían en el clásico “vaso” de vidrio transparente con la lista de aditivos falsos “idénticos” al original: eran ciento por ciento naturales. Y estaban acompañadas de tres mecheros que cuando se extinguían, inundaban todo el ámbito con olor a iglesia antigua, incienso y algo de almizcle. Me llevé dos a casa: Candela Profumata y la Crepuscular, ambas en su respectivo frasco de porcelana fina de Limoges y cuyo precio era unas 30 veces el de las consumidas en el sur de Chile y sus noches sin energía eléctrica. Se extinguieron al cabo de unas semanas. La “gracia divina” quiso que un día, caminando por Londres, me topara con una Farmacia Santa María Novella ¿Era la misma? Efectivamente. Le compré a mi mamá Tabacco Toscano y su habitación quedó totalmente envuelta en una suave estela avellanada, en un religioso cafetal. No las venden por internet y hay que ir a Londres o Florencia para conseguirlas. Espero el próximo viaje. Nada de Bath & Body Works, nada de Glade aromas exóticos de la soberana porquería. Cuando la fragancia perfecta existe, es posible aguardar hasta la eternidad en la que uno acaba creyendo cuando llegan las primeras notas de Ginestra o las increíbles tabletas de cera Melograno. ¡Cómo cambia la perspectiva de las cosas! Simplemente hay que ir al lugar correcto, en el sitio apropiado, y recoger el objeto que de forma objetiva revuelve los sentidos. ¿Alabado sea Dios?
PD: A mi hermano aún le dan asco las velas... cuestión de olfato.
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