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  • Writer's pictureAnibal Venegas

¿Comer o no Comer? Parte V


Taxis, Tuck-Tucks, Rickshaws, Jeeps de doble tracción llegaban a la Granja para recoger a la multitud de estudiantes –ahora licenciados– del Curso de la Agricultura Orgánica. Algunos volvían a sus países de origen para repartir las semillas del conocimiento adquirido y unirse a la comunidad ecológica anticapitalista y decolonial. El resto continuaría su peregrinación por el subcontinente indio y el resto del Sudeste Asiático. Abrazos, despedidas, morning circle, último Shramdaan, lloriqueos, histeria, hipo y ataques de pánico. Varios repitieron: ojalá nos volvamos a ver, intercambiemos los teléfonos y nuestros nombres de Redes Sociales, y sin que se escuche: probablemente no nos volveremos a ver, pero qué más da. Unos pocos se quedaron; estaba la constante necesidad de ampliar y continuar con el aprendizaje, entre ellos, Patricia, Alessandro y Kyle. Anna y Margot ya habían firmado contratos solemnes desde antes con la Granja, de modo que pasaron de alumnas a antropólogas de tomo y lomo.

La última noche los indios decidieron limar todo tipo de asperezas, teorías conspirativas y desconfianzas económicas recientemente inauguradas ofreciendo un banquete –orgánico– digno de las cortes de Amman, de modo que los resentimientos europeos se fueron por el tacho del compost, sonrían a la cámara. Flashes. A más de alguno le había comenzado a parecer raro eso de estar pagando a cambio de obtener la experiencia del campesinado empobrecido ¿mil euros para cortar la mala hierba? ¿8 horas recogiendo lombrices y estiércol para la compostera? Pero bueno, olvidemos las críticas de momento y que empiece la comilona, ¡Vayan pasando! La despedida de los estudiantes también coincidió con la extinción definitiva del calor: transitamos de la noche húmeda y pegajosa a la oscuridad envuelta en la bruma gélida que bajaba después de las seis de la tarde desde la altura media de los Himalayas. Los murciélagos de la fruta –del tamaño de un perrito fox terrier– colgaban de los árboles de mango a vista y paciencia de todo el mundo, dejándose caer sólo cuando a alguien se le ocurría abandonar un durazno a medio comer, un pedazo de sandía o una banana. Las cobras habían mudado la piel y transitaban libremente entre los campos de arroz basmati y heno para alimentar a las vacas sagradas.


Era difícil encontrar una ocupación objetiva en la que matar el tiempo, porque ahora que medio mundo se había marchado, teníamos exactamente dos meses para preparar el curso de Gandhi, Paz y Ciudadanía y en la Granja penaban las ánimas. También se había notado el cambio de actitud de los indios dirigentes, porque las comidas diarias repletas de vegetales y dátiles habían sido reemplazadas sin previo aviso por un combo más propenso al desorden alimenticio que a la auténtica preocupación por los derechos de los animales y la promoción de la biodiversidad. Desayuno: una banana y sopa fría de color verde vómito. Almuerzo: ensalada de patatas con zanahorias (podridas). Comida: el sobrante del almuerzo y una cesta de chapatis. El hallazgo de la “German Bakery” ubicada a orillas de la berma en la carretera principal Shimla ofrecía la variedad con sus omelettes fritos ahí mismo, pero eso también nos tenía cansados. Mientras tanto entraban y salían peregrinos y curiosos que deseaban conocer ese “milagro” anticapitalista que promovía la independencia total de las patentes de semillas y que cobraba en euros por noche en los suntuosos alojamientos de paja dura y paredes de caca. En dos semanas habían llegado y huido (sin pagar) unos veinticuatro extranjeros.


Como disponía de tiempo y ahora únicamente compartía habitación con Kyle, Federico y Gautam, me la pasaba todo el día dando vueltas por la Granja, leyendo y releyendo libros repletos de teorías macrobióticas conseguidos en la minibiblioteca o ayudando a los indios en la cocina, donde se mantenían el día entero alrededor de los fogones o restregando la credencia. A la fecha había aprendido a comunicarme con algunas palabras a cambio de enseñarles a decir “fumar” y repartir cigarrillos. Ellos me habían traspasado otro “secreto” para vincularme afectivamente con los alimentos: antes de meter el tenedor –en su caso, la mano–, había que revolver la comida un total de treinta veces: quince hacia la derecha, quince hacia la izquierda. Esto ayudaba a consolidar lazos espirituales con las raíces, frutas y hortalizas que flotaban en la sopa pestilente de los desayunos. También servía para comer lentamente y en menores cantidades y sin necesidad de parcharse la lengua con un pedazo de género para dificultar la ingesta desmesurada de alimentos sólidos, técnica promovida por Zima, una india que estaba haciendo régimen porque en un par de semanas se marchaba a Rajastán para contraer nupcias con un tipo de familia multimillonaria. Zima se sentaba en los escalones de la Sala de Lectura y se cepillaba el pelo ciento cincuenta veces; Zima se echaba sobre el césped del jardín Nelson Mandela para espolvorearse los brazos con talco perfumado de sándalo, estimulando el espíritu concupiscente de los indios jóvenes que no podían dirigirle la palabra por pertenecer a castas contradictorias entre sí.


Alessandro hablaba español con acento argentino: había estado modelando en Buenos Aires. Decidió pasar algún tiempo extra en la Granja con el propósito de terminar de grabar su película Alessandro en Bicicleta. Él, al igual que Chris y Clara, también había llegado pedaleando a lo largo de la antigua Ruta de la Seda, pero contrario al dúo alemán, Alessandro era hermoso como una imagen sacada de la Capilla Sixtina. Los ojos azules le resaltaban aún más por la piel suave y pálida que hallaba su contrapunto en la oscura barba de tres días mantenida en perfectas condiciones. Patricia me había hablado de lo frívolo y superficial que era el italiano y observando mi propia piel, seca, morena y llena de sabañones producto del trabajo directo con la tierra, me propuse espiar a mi compañero, que cada vez era más simpático y parlanchín. Merodeando en los quehaceres diarios entendí que su delgadez extrema se explicaba debido a la no-ingesta de comida hasta las 7 de la tarde. Todo el día era té verde (sin bolsa, nota mental: la bolsa cuela los elementos esenciales del té verde), agua hervida y un apio. Y cigarrillos. Por las mañanas se ponía frente al lavamanos y se echaba un foaming cleanser de limpieza que enjuagaba rápidamente para a continuación frotarse con una mezcla de exfoliante con limón y azúcar: acto seguido, se quitaba todo el merengue y con la cara limpia untaba aceite de coco con ácido hialurónico y retinol, todo marca Himalaya. De vez en cuando se pasaba el rastrillo o “Needling” para una penetración óptima de sus cosméticos.

 

- ¿Dónde puedo conseguir Himalaya, Patricia?

- En el pueblo, tenemos que ir a Dehradun, Aníbal. ¿Vamos mañana?

 

¡Increíble! Por fin dejaba la Granja. Porque fuera de mi viaje a Paonta Sahib, la realidad es que me la había pasado todo el tiempo metido en cursillos y arados de tierra en esa suerte de cárcel llena de mariposas, simplemente no había tenido tiempo de viajar y ya llevaba casi dos meses en India. Mi idea era recorrer más adelante, ir a Agra y saltar a Katmandú, pero la perspectiva de trasladarme a la ciudad, aunque fuera por un día, me había sobre-híper-emocionado. Anna y Margot también fueron invitadas y aceptaron gustosas. Era martes por lo que estaríamos fuera de la granja todo el miércoles, precisamente el día más aburrido de la semana (el resto eran aburridos, no los más aburridos). Esa noche, cuando llegué a mi habitación, encontré a un australiano, Brian, doblando y limpiando la cama que ocuparía frente a la mía. A grandes rasgos, sería reemplazante directo de Chris, presencial e intelectualmente. ¿No podía tener más mala suerte? Esa noche apenas dormí, excitado por el viaje a Dehradun ¡Si hasta los Beatles le habían dedicado una canción! ¿Qué compraría en el pueblo? Desde luego los productos que ya había husmeado en el equipaje Loewe de Alessandro, donde además había laxantes y una bolsa llena de medicamentos. ¿Cigarrillos? ¿Una colonia? ¿Mantequilla de maní? Entremedio de tantas cavilaciones por fin logré cerrar los ojos.


Mañana sería un día importante.

 




Con los brazos cruzados esperábamos como idiotas a que el bus que se dirigía a Dehradun pasara a la hora que indicaba internet, pero seguir las pautas y directrices indias era una pérdida absoluta de tiempo. De ahí que cuando nos paró un camión decidimos saltar y meternos ahí dentro sin chistar: Patricia y Margot iban en la cabina, Anna y yo en el acoplado trasero junto a un montón de sacos, escaleras, carretillas y mucha tierra. “Si me estuvieran viendo en casa”, pensé. El camino mal construido repleto de baches nos hacía saltar como pulgas y cuando después de una hora de viaje por fin llegamos a la ciudad íbamos completamente sucios, dignos hijos de arrabal. En cualquier caso, la blancura y belleza física de mis acompañantes era todo el aparataje cosmético que necesitábamos. Bien podríamos haber ido vestidos como pordioseros y hubiéramos sido igualmente bienvenidos por la oligarquía india de Dehradun. El pigmento claro de la piel no era pasaporte exclusivo de América Latina.


A lo largo y ancho de la avenida Rajpur se extendían vívidamente las contradicciones del capitalismo indio donde convivían casuchas y basurales junto a una tienda Benetton de tres pisos, French Connection, Calvin Klein, Tommy Hilfiger, Lacoste, the Body Shop. Y todo a menos de la mitad del precio occidental. Porque de pueblo Dehradun no tenía nada, con sus grandes parques transformados en porquerizas y su más de un millón de habitantes. Nosotros buscábamos un restaurant donde comer algo que alimentara realmente. Cuando por fin llegamos al “Black Pepper”, ubicado en el segundo piso de un edificio inglés que en la planta baja albergaba McDonald’s, nos dejamos caer como sacos de papas. Margot desapareció apenas llegó nuestro mozo angloparlante a preguntar qué nos gustaría ordenar. Pedimos guisantes vegetarianos y una paila de pollo estilo Korma. Ni luces de Margot.

Patricia:


- ¿Y Margot no viene a comer?

- Lo que pasa es que cree que va a engordar


Yo:

- ¡Qué estupidez! ¡Si yo estoy adelgazando y soy el gordo del grupo!

- Margot le tiene pavor a la comida…


Así que yo no era el único que tenía problemas con la ingesta desmedida de alimentos. De todas formas, Margot no me caía muy bien, ¿pero tal vez era hora de cambiar de opinión? Llegaron nuestras órdenes y la única que sacó algo con la cuchara fue Anna. Patricia, Margot y yo jugábamos con el arroz y sonreíamos fingiendo que nos lo estábamos pasando de lujo mientras nuestras tripas sonaban en un canon atonal al más puro estilo Schönberg. Margot declaró que en sus ratos libres le gustaba vagar por la Granja y escribir poesía, porque leía mucho a Ingeborg Bachmann y quiso saber si yo conocía a Gabriela Mistral. Cuando le comenté que no solo la conocía, sino que había sido amiga de mi abuela (una enorme mentira) casi se desmayó ahí mismo. Sin ningún miedo a quedar en ridículo pregunté dónde podríamos conseguir productos Himalaya y todas parecieron auténticamente entusiasmadas con la idea. Patricia abrió su bolso y sacó una billetera preciosa Chanel donde llevaba un mapa con los puntos a visitar en la ciudad. Un Parque, una cervecería, una tienda de ropa india de seda auténtica. Estuvimos dos horas en el Restaurant planificando un viaje a Dharamshala, ciudad sagrada donde meses más tarde conocería al Dalai Lama.

¿Qué se puede rescatar de un viaje a una ciudad india que no sea Jaipur o Varanasi? La verdad es que poco. Cuando más adelante fui a conocer el dichoso Taj Mahal, bonito, sí, pero Agra es tan horrible y lleno de mendigos que lo único que quería era salir corriendo. Dehradun causaba la misma impresión estética. Con cada paso que dábamos, más fealdad encima de la fealdad. Después de dos horas de compras y una visita a un bazar donde vendían Himalaya y Body Shop a precios reducidos, nos fuimos a tomar una cerveza con 0,000003% de alcohol pero que dada la escasez de comida en nuestros estómagos nos cayó fatal. Patricia explicó que ella jamás de los jamases tomaba desayuno: cada mañana era la infusión de agua caliente con limón y jengibre y si el hambre era mucha, pues no quedaba más remedio que aguantarla. Para el almuerzo tenía por costumbre comer exactamente el 50% de lo que había en la bandeja, fuera lo que fuera. A las 7, cuando servían la comida, dos cucharadas de algo alto en proteínas (nada de carbohidratos) y si no había lentejas ni garbanzos, pues una taza de vinagre de manzana porque eso aplanaba el estómago, dato aprendido en Francia. De esa forma había logrado cultivar una figura híper esbelta, con las clavículas sobresalientes y las piernas huesudas. Su pelo lleno de rulos y pelirrojo –que en India era muy apreciado– la hacía ver cabezona y mucho más delgada de lo que ya estaba. Anna escuchaba con estupor porque comía sendas porciones de comida: estaba naturalmente dotada, según ella, para no engordar. Bueno, era eso y sus 20 kilómetros de trote diario que ella no sacrificaba por nada del mundo, si se aparecía un perro, qué le vamos a hacer, hay que seguir corriendo y espantar con palos y piedras.


De vuelta a la granja tomamos un Tuk-Tuk que a diferencia de los Rikshaw normales, son de alquiler privado. Mientras iba desapareciendo la ciudad, emergían las escenas de pobreza extrema india, con sus casuchas de cartón amontonadas en los slums donde solo es posible vivir pagándole a un chulo de la mafia local. Quien no puede pagar para vivir en un estercolero ha de vagar por las calles, durmiendo debajo de los puentes o en los basurales, pasando a formar parte de la hiperextendida familia de los Dalits o “intocables”. No existía forma de remediar eso. No existió ni existirá. Mientras, nosotros íbamos a ese lugar idílico donde supuestamente se estaba gestando una revolución de características épicas y que pondría a todas las mujeres indias en contra del patriarcado capitalista neoliberal, nada menos que a través del intercambio de semillas no alteradas genéticamente y usando los métodos de los ancestros para su siembra y posterior recolección. Había que creerlo no más, el otro camino era abandonar la Granja. Al tiempo que nuestro chofer esquivaba obstáculos, hoyos, elefantes, perros, serpenteando entre las vacas y la gente que cruzaba la calle sin mirar hacia ningún lado, el mundo entero nos observaba. Cuando parábamos en algún semáforo, los niños se acercaban a mirarnos o a pedir una moneda. Tuve la ocurrencia de darle una a un pequeño harapiento de enormes ojos negros: acto seguido, nos rodeó una multitud de niños y señoras, que no escarmentaban frente a las patadas del chofer. Haciendo ademanes pisó el acelerador y dos niños y una señora cayeron directamente al barro. La policía estaba en frente y no hizo nada…


Todavía sin recuperarme del shock, llegamos a la Granja alrededor de las 8 cuando todo el mundo se estaba preparando para ir a dormir. Aditi nos recibió con su sonrisa ladina y nos comentó al pasar que Alessandro se había ido para siempre, y lo mismo pasaría con Federico, pero no importaba, tres nuevos becarios habían llegado así que si se quita un tornillo se remplaza fácilmente. La ley de la vida. Una lástima porque el italiano me caía auténticamente bien, y sin que se notara: lo sentía de verdad porque quería y necesitaba conocer más sobre su rutina de cuidado personal. ¿Cómo lo haría ahora? Me senté en el patio de los fumadores y me prendí un cigarrillo Marlboro light que había comprado en Dehradun. El silencio era roto por el canto insoportable de los grillos multiplicados por un millón y que los murciélagos no tocaban, porque solo se alimentaban de fruta. A lo lejos se oían los ladridos de los perros de la granja, lo que significaba que nuevamente se había metido un elefante o bien el leopardo de la nieve que se supone andaba merodeando desde hace algunos días. Entonces Margot se sentó a mi lado. Sin que yo le preguntara me dijo que se encontraba horrible y si yo no había notado algo raro en su cara.


- No, para nada, se ve… ¿Normal?

- La mitad es una placa de silicona. Nací con el labio fisurado, toca, ¿ves? Todo este lado es falso, por eso no sonrío mucho. Si engordo un gramo extra la prótesis se empezará a notar más.


Al parecer la motivación de varios de los que estábamos ahí no solo era la paz y la harmonía sustentable con la madre naturaleza. Le dije que yo estaba acomplejado por mi sobrepeso y que también trataba de bajar, aunque me estaba costando porque me veía igual de barrigón que al comienzo. Margot me explicó que varios habían comentado lo delgado que me estaba poniendo y si acaso me daba asco la comida de la Granja: los cocineros me veían con malos ojos porque despreciar el arroz en India es peor que agarrar a piedrazos una vaca.


¿¿¿What????¿Estaba bajando de peso objetivamente? ¿Eran las tizanas calientes? ¿El trabajo extra? El viernes tocaría ir a ayudar a rellenar sacos con forraje para los animales lo que implicaba gran esfuerzo físico: Margot, Anna y Patricia se habían apuntado.


- ¿Tú irás?

- Sí, sí, claro que sí.

- Bueno, nos vemos mañana.


Terminé de fumar mi cigarrillo. Con la cabeza algo mareada por la cerveza y el hambre me fui a lavar la cara con la pila de tratamientos que había comprado. Se notaba más suave pero los cachetes mofletudos seguían ahí. Antes de ir a mi habitación fui a la cocina a buscar agua y me tomé una píldora para el bruxismo. Era hora de revisar mis apuntes sobre india, releer a Martha Nussbaum y retomar notas sobre relaciones internacionales y el estudio de las emociones en Aristóteles e Immanuel Kant. Mañana analizaría mis estrategias para lo que restaba del tiempo… Tiempo que se curvaba una y otra vez. Llamé a mi casa, pero me hicieron callar porque estaba impidiendo el sueño libre de mis compañeros. Así, silenciosamente, me metí en la cama y caí prácticamente inconsciente entre mis sábanas de saco harinero remendado.



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