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  • Writer's pictureAnibal Venegas

El día de la madre: la crema

Una antigua y avara tradición criolla a propósito de las galas en honor al día de la madre, indica que, con motivo de tan magno evento, uno va a la multitienda (primer piso, típico) y se dedica a buscar ungüentos cosméticos para embellecer todavía más a la festejada. En épocas de inflación, pero en realidad en todas las épocas del año, triunfa el bajo costo y la prosopopeya del embalaje vinílico, totoriento y multicolor de los famosos “sets” donde hay cremas para todo: rostro, poto, codos, pantorrillas, cuello y entrepierna. Si la suerte acompaña, habrá el comodín en la forma de gel de ducha, con olores rosa mosqueta, pasión gitana, amaneceres nórdicos o brisas de bebé. Los productos caros, de diseño y con ingredientes finos contemplan desdeñosamente y con insalvable y burguesa lejanía la vulgaridad de esas canastitas que a veces también rivalizan con el maletín de polvos y sombras compactas, para que la vieja vaya presentable a una reunión de apoderados.

La Mer o Sisley pueden costar fácilmente un sueldo mínimo. Y si de gastar se trata, en ese caso es más conveniente subir las escaleras e ir derechito al piso de las aspiradoras y línea blanca, así gana la reina del núcleo familiar y la tropa inmunda encabezada por el páter que jamás de los jamases le apunta al inodoro. Siempre habrá una mujer de rodillas escobillando meado. El papi duerme la mona en alguna cama o donde haya ido a dar por culpa de la inconciencia etílica, precisamente cuando su vieja se disponía a discutir asuntos espirituales vinculados a la nueva lavadora. Cuando la nueva lavadora se apaga, anuncia el cese de transmisiones con el quinteto opus 44 de Schumann, segundo movimiento. A dónde han ido a parar Argerich y Maisky.


La verdad sea dicha: las famosas cremas de canastillo son para las otras mujeres, también madres, sí, pero a menudo odiadas. Por ejemplo, la abuela. La abuela levanta controversias y goza de pocas simpatías porque mete la cuchara donde no debe. O más bien dicho la abuelita, la lita, la lela, o cualquier nombre que le endilguen en el inexorable camino que le va abriendo la de la guadaña y que los nietitos se encargan de disfrazar con apodos humillantes pero divertidos. Las Omas son austeras y solventes, no usan nada, ellas se imponen mediane la personalidad, el color de piel y sus inescrutables ojos azules. Pero una suegra alcahueta promedio, una madrina fea o una vecina que custodia celosamente y sin pedir nada a cambio la vivienda ajena cuando los de en frente salen de vacaciones, reciben sí o sí su canastito, que incluso puede albergar –una vez vacíos los envases– diversos paños tejidos a crochet para decorar teteras, esquineros estropeados por culpa del vil lustramuebles, brazos de sillones o un rollito de papel confort.


El quid del asunto es el des-precio.


Viernes por la mañana

Faltan exactamente dos días para celebrar a las que son madres de alguien. Los encargados de gestionar responsabilidades y el “deber ser” de la familia se dan cuenta que hay que pagar favores, limar asperezas o evitar comentarios maliciosos (a menudo en contra de la matriarca y hoy en día repartidos a los cuatro vientos vía Redes) a través de la adquisición de un regalo. La crema.


- Aló ¿Cristian?

- Hola mamá.

- Cristian, partiste a comprarle un regalo a tu abuela ¡Se me olvidó por completo!

- ¿A la vieja esa? ¿Otra vez?

- Sí, oye, es tu abuela, más respeto– Se reprime una risita. En verdad es fea la vieja.

- Pero mamá, anda tú, el lunes tengo examen de… ¡Biología!

- Mira yo no tengo tiempo. El primer piso de Falabella está lleno de cremas, a las viejas, perdón, a tu abuela, le encantan, busca ahí.

- ¿Y de cuál le compro?

- Cualquiera, a ver, déjame pensar, la que se vea más grandota ¡Eso es! Con canasto, si hay una que venga en un baúl pero que cueste exactamente lo mismo o menos, le compras esa.

- Ya, de dónde saco plata, no tengo un peso.

- Usa mi tarjeta de crédito, o por último tu hermana o la Marcela te transfieren. Oye, no gastes más de diez mil pesos ¿me oíste? Pero ni un peso más. La plata no me la regalan. Tengo que cortar, chao.


Y allí va el Cristian, de cabeza al Falabella. A los pocos minutos se le informa que el presupuesto ha aumentado exponencialmente producto del total olvido de la madre respecto a otras madres, no tan odiadas como la suegra, pero relevantes en tanto han hecho favores. Eso sí, ninguno muy caro. En los andurriales del consumismo opera el quid pro quo, el obsequio debe ser directamente proporcional al favor concedido. Ni un peso más, ojalá un peso menos. A la doña cosificada de la casita Ley Pereira adyacente y que convida cedrón y ruda cuando al núcleo familiar se le pasa la mano con el atracón de pizza y palitos de mozzarella hay que contentarla con alguna cosa.


Además, la vieja celebraba todas las gracias de la prole, porque la suya ya estaba y está muy grande, lejos, viviendo en otra comarca, apenas le mandan un audio de WhatsApp para el cumpleaños y una invitación de mala gana para el año nuevo, donde acaban todos ebrios y hablando de la cintura para abajo. Cuando la madre-vecina abre la puerta en su día, extiende los brazos hacia el sol, incluso antes de que le entreguen su correspondiente paquetito. Acto seguido y luego del “pero qué cosa más linda, precioso, gracias, tomen, un quequito, recién hecho”, instala el regalo junto a las otras baratijas de mimbre donde se amontonan más y más botellones de cremas, regaladas por una nuera, un sobrino, la junta, o, en el peor de los casos, la asociación de la gimnasia del Centro de la tercera edad. Allí, luego de intercambiar maliciosos y sin embargo verídicos juicios sobre todo el mundo y después de elegir a la reina (con ceremonia de coronación incluida), se reparten los canastitos que prometen arreglar un poco el caracho, aunque sin resultado alguno.


Falabella se vuelve un carnaval de Venecia gracias a las mascarillas y porque los fundadores llegaron desde la mismísima Italia a inaugurar su imperio de retail. El pobre Cristian debe sortear mujeres atiborradas de paquetes, vendedoras de cejas tatuadas expertas –según ellas– en coaching dermatológico, guardias de seguridad, promotoras, horribles zapatos de cuero apilados junto a espantosas carteras en alegres e hirientes colores de moda. Ese día el distanciamiento físico resulta inútil. Por eso Cristian decide avanzar mediante un triple Lutz en combinación con el doble Axel hacia adelante, hasta que se da de narices contra los racks de las dichosas cremas.

Antes, hace años, las encargadas de ofrecer brebajes, pócimas y ungüentos eran las entusiastas vendedoras Avon, los potes vacíos de Vitamoist actualmente guardan alfileres y botones inservibles, en el tercer cajón de la cómoda, debajo de una pila de sábanas. El neoliberalismo desplazó una encomiable actividad remunerada para mujeres cuyos maridos se tomaban hasta la molestia en el sucucho de la esquina, apenas les pagaban los sueldos iban a enterrarse en sus vinos. Pero el sucio, pérfido y malicioso neoliberalismo ha querido estropear otra institución cultural tan valiosa como la Plaza –que a su vez ha sido remplazada por el odiado y amado Mall bla bla bla– con el surtido de potes de crema, cuyos ingredientes activos en verdad tapan los poros porque están hechos a base de derivados de petróleo. Pero huelen taaaan rico. Las usuarias brillan como árbol de navidad gracias a las cremas y cosa que tocan queda perfumada con el Musk o resina disfrazada de neroli bajo el slogan “Amores de verano” y “Velada Oriental”.

La ya olvidada Vitamoist, antecesora de los cestos de crema

Cristian llama a su madre porque en esos precisos instantes anuncian que los labiales de una marca trascendente bajan de precio, a la mitad, una ganga. La vendedora está vuelta loca explicando los beneficios cosméticos y metafísicos que traerán a su propietaria una vez realizada la transacción. “Pero mire joven, que bello este tono, y mire este otro, bello, y el de más allá, bello, bello, bello”. Según la vendedora experta en semiótica y teoría del color (bien podría estar curando exposiciones en la Uffizi), los productos de la línea vienen enriquecidos con vitamina E y ácido hialurónico, lo que acomoda automáticamente el tiempo en beneficio de la futura dueña que lucirá diez, qué va, treinta años más joven. Huelga decir que a Cristian le siguen ofreciendo productos porque tiene el pelo rubio, de otro modo tendría al guardia de seguridad encima y el desprecio de las vendedoras, quienes ADORAN ser miradas en menos por gente fina, blanca, de carteras Longchamp y nariz respingada, provenientes de laderas manquehuinas donde se extiende un valle repleto de casas que el intrincado mundo de las Bienes Raíces llama “mediterráneas”.


- Mamá, oye, hay unos regalos más finos. Me dice la niña que unos lápices rouge están a $10990, con cincuenta por ciento de descuento.

- ¿A cuánto están las cremas?

- A 10 mil

- La crema entonces. No soy multimillonaria.


Gana el ahorro y la valoración que se tiene de la agasajada. Una vez más la unión entre empresariado y belleza se ve roto por la capitalista escala de valores. En cualquier caso, de obtener el famoso rúch fino, éste iría a parar directamente al cajón de los obsequios que no se usan. La vecina, por ejemplo, se decanta por Guerlain y Carven, pero esto no lo entiende la madre de Cristian. En su cabeza la idea del regalo es el compromiso de ir a tirarlo un domingo por la mañana y asunto concluido. A la vecina, por otro lado, le gusta la idea de ver pilas de cestas con cremas apretadas en un duro plástico que no se puede arrancar sin que se quiebre las uñas. Hay que proyectar la imagen correcta: una, en tanto madre de hijos ingratos, le sigue importando al resto del universo, aunque dicha importancia se mueva entre vulgares márgenes de dos mil y diez mil pesos. La vecina no va a sacrificar su alabada y sobria sofisticación entregándose a los caprichos de su vecina a quien en realidad mira por encima del hombro. Además, las cremas esas sirven para ahorrar un poquito en la colonia: si es aplicada a discreción, el olor no compromete las segundas notas de su Fracas ni la impronta de los palazzo de tweed escocés adquiridos donde los Click, cuando Osvaldo aún vivía y él y Rómulo estaban en la avenida Pedro de Valdivia, por supuesto. La Avenida Nueva Costanera está vetada para las pitucas arruinadas.


¿Y a la mamá propia? ¿Qué se le compra a ella? ¿Un echarpe de lanilla y acrílico Cachemiras SS? ¿Un abrigo de precioso canesú? ¿Una cartera de la maison Stefano Cocci o un collar de plástico de la joyería Isidora, cuyos baratos pasadores de alambre producen escozor en el cogote de la madre festejada? ¿Se puede ir al Tanta a celebrar el día de la madre en esas fachas? ¿A “La Mar”? El padre, que ha visto más cosas porque él es el de los genes rubios y cuya madre es auténticamente fina, de foulard y opiniones racistas contra la nuera, insiste todos los años con la discreta medallita y una novela de la Nora Roberts o la Sarah Lark. El padre no entiende que su mujer fantasea con la Louis Vuitton, pero como ahora es de ordinarias usarla, y como tampoco hay mucha plata, prefiere que el marido le regale un collar de Bimba & Lola –las carteras ya fueron usurpadas por el proletariado gracias a los retiros previsionales– o algo que dolerá mucho cuando se descargue la factura de la tarjeta de crédito. Algo bonito que sirva para mostrarle a alguien que importe, o sea a otras como ella, en el universo del Parque Arauco, del cafecito y de la inevitable caminata por los pasillos del Jumbo, que son los entornos naturales de la madre descerebrada.


De momento, las madres de la generalidad deberán contentarse con los botellones de cremas que a veces incluso son tantas que cuando se abren despiden un fuerte olor a orina, ha pasado el tiempo y las respectivas fechas de expiración. Ese domingo especial se cocinarán ellas mismas su causeo. En las hortalizas sofritas que esperan el tazón de agua para acto seguido ser mezcladas con arroz, se reflejan las miradas atentas de las madres que deben aguantar al viejo de culo plano y uñas encarnadas que sin embargo ese día le regaló flores, le dicen “mi marido”. Los niños se solazan en sus Nintendo o se entierran en las coreografías coreanas que después van a ensayar al Centro Cultural. Se pone la mesa, se corta una torta de bizcocho a base de piñas, se sirven los platitos de la porcelana de lucir y desde luego el café, que el viejo adereza con malicia. Se abren los obsequios. Aparece una orla de bolsas de papel brillante con los tickets de cambio de rigor, no me lo puedo creer ¡Justo me hacía falta una crema! ¡Qué rico! Gracias. El marido opina que el canasto es reutilizable, es posible guardar las llaves ahí dentro o cualquier cosa que vaya directamente a su beneficio, al de él. La reina se retira a la cocina donde el lavaplatos aguarda expectante las mugres festivas que han de ser arrancadas con una esponjita. El detergente líquido hacer brillar los platos y las tazas, donde nuevamente se ve a sí misma la reina y donde por meses, décadas y años han brillado de igual forma tantas vidas de mujer.


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