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  • Writer's pictureAnibal Venegas

De permisos y Carabineros

Hace un par de años el Gobierno de Chile, a través del Ministerio del Interior, implementó un sistema de seguimiento a la ciudadanía a cargo de Carabineros de Chile, la intelligentsia criolla. Dicho sistema tenía (tiene) por objeto velar por que en avenidas, plazas, parques y arterias urbanas no transiten delincuentes ni personas indeseadas que podrían relajarse con las estructuras morales vigentes y establecer lazos afectivos con enseres ajenos y meterlos dentro de la mochila, la cartera o los bolsillos del pantalón. Le pusieron “Control de Identidad”. En su tiempo fue vehementemente criticado por diversas organizaciones de Derechos Humanos: el Control de Identidad atentaría contra el derecho fundamental del libre tránsito, ni hablar del sesgo racial y de clase inherente a dicha intromisión en la vida privada. Quienes estaban a favor opinaron al unísono: el que nada hace, nada teme. En el mundo post-18 de Octubre inmerso en la pandemia Coronavirus, no pareciera molestar en demasía el control llevado a cabo por Carabineros de Chile, siempre que uno entienda, por supuesto, lo que recitan de memoria. Al menos las mascarillas nos ayudan a impedir la inhalación constante de una probable plaga viral cargada al mal aliento.


El sistema se justifica, como no, si tomamos en cuenta la forma maliciosa y degradante con que la masa ha tratado una y otra vez de mentir descaradamente frente a un dócil, amable y sonriente Carabinero vestido de verde, con su ya clásico trasero a punto de asomarse entre las costuras del uniforme. Resulta que si se está en cuarentena y encima con toque de queda –vulnerado única y exclusivamente con el respectivo salvoconducto– no es posible llegar y salir así nada más de la casa propia o arrendada: es menester sacarse el permiso en el portal “Comisaría Virtual”. 2 por semana, sin derecho a pataletas, y si se está en la siguiente etapa de desconfinamiento, 1 repartido entre sábado y domingo. La pérfida ciudadanía abusó al comienzo por lo que de 7 pasaron a 5 y como no hubo entendimiento, elija usted sus dos días, usted mismo redujo su movilidad, ¿Así que quería ir cuatro veces a comprar avena Quaker al supermercado?


El asunto no causaría tanto enojo sino fuera por la actitud de algunos carabineros que ven en la solicitud del permiso la hora de brillar como chorros de oro repartidos en un resplandeciente árbol de navidad plástico, con nieve de algodón incluida. Según explica su himno –que varios tuvimos que aprender de memoria en la tierna infancia– ellos son “del débil el protector”, “cantan la paz”, e invitan a la “niña inocente” a “dormir tranquila”. Pero aquí estamos en la realidad inmediata y para qué perder el precioso tiempo en arrumacos, caricias y frases motivadoras, ya, apúrense, vayan pasando, entonces, luma en mano trituran tendones y huesecillos del vendedor ambulante de paltas no autorizado (compite deslealmente contra Walmart que sí paga impuestos) a quien de paso también le destruyen el correspondiente carrito, para que no lo vuelva a hacer nunca más en la vida. Escarmiento al cubo. ¿Cuánto vendedor ambulante habrá con hijo en la nobilísima institución? Todavía recuerdo un alumno que me preguntó socarronamente, mientras yo hablaba de ética utilitarista: profesor ¿Alguna vez ha visto a un paco rubio? La mentada Pigmentocracia sudamericana.


Me ocurrió un domingo, cuando decidí ir a comprar alimentos al supermercado. Igual que en una obra de teatro, con decorado, pero nada de focos sino pura luz natural. Personajes: Yo, Ciudadanía, Dos Carabineros. Debí lucir extremadamente llamativo ¿Qué más puede hacer uno para destacar si hay que ir para todos lados con la mascarilla puesta? Pantalones con estampado “Drink Me”, camiseta amarilla, chaqueta azul eléctrico, sombrero tornasol, anteojos verde pistacho. Luego de cruzar la avenida principal que separa mi casa de la acera donde los enormes edificios de concreto proyectan sombra –las desventajas de haber tenido melanoma, hipersensibilidad cutánea y mucha plata en tratamientos dérmicos– veo uno de esos autos marca Dodge acercándose lentamente hacia mí y que entregaron a las fuerzas de orden con fines de seductora estética. ¿A ver si cautivamos a los futuros “protectores de la paz” que se sacan a tropezones el cuarto medio en el Liceo 2x1 con automóviles futuristas imposibles de costear con la ayuda de un crédito, ni hablar del miserable sueldo? De oídas nos llega el rumor que quienes manejan esos bólidos profieren ruidos de motor espacial con la boca al tiempo que conducen y oyen un buen tema moderno FM. En verano es posible verlos por los barrios circulando arriba de un scooter: el grueso traje de lanilla y acrílico es cambiado por un amable y ligero pantalón de algodón y camiseta manga corta. Las mujeres igualmente deben pintarse la cara como en las teleseries mexicanas.


Carabinero: ¡Joven! ¡venga para acá!
Yo: (Con cautela). Buenas tardes.
Carabinero: ¿¿Y para dónde cree que va??
Yo: Al supermercado
Carabinero: Dícteme su RUT
Yo: Aquí va.

El Carabinero hace ademanes de anotar algo en su Tablet de última generación y acto seguido necesita que yo le muestre el permiso correspondiente. Estoy de cara al sol por lo que no puedo ver muy bien la pantalla de mi propio teléfono.


Carabinero: (Con estridente alegría) ¿Lo tiene o no? ¿O no será que el caballero está sacando ahora mismo el permiso?

El diálogo, por supuesto, se da en un tono de voz altanero/grito pelado, como si yo fuera un judío del Ghetto de Varsovia y él un rubísimo miembro de las SS. La diferencia son los pigmentos, claro está. Le muestro el permiso finalmente y él, a modo de consejo, me escupe que siga avanzando y que para la próxima tenga todo a la mano de otro modo… ¿Qué? ¿Cuál es el delito? ¿Cuál es la norma que estoy rompiendo por tener el teléfono y la billetera guardados en la mochila y la mala suerte de una pésima visión en un día de invierno soleado? Cuando se fue (fueron, pero el que conducía no dijo ni pío) me sentí como si hubiera cometido un ilícito, robado un banco, estafado a una anciana, rebajado la belleza del entorno con un grafiti en spray. Mi culpa consistía en ser un ciudadano común y corriente y tener todo… lo que por anuncio gubernamental debo tener para salir de casa. Sin embargo, no hay argumento que traspase la barrera de los sentimientos carabinerísticos. Todo el trayecto al supermercado me sentí como un crío de 5 años al que le dan una retahíla por haber estropeado el piano o derramado agua hirviendo sobre las dalias de las macetas y las flores de azahar que perfuman el patio de una casa de materiales nobles y jardín consolidado.

Siempre a la última

La verdad sea dicha: nunca me han caído bien los Carabineros. Una estricta crianza familiar basada en la más elemental consideración –el respeto se gana, explicaba mi madre– me impiden gritarles improperios vulgares del tipo 18 de Octubre que incluyen “Paco bastardo”, “Perkin culeado”, “Asesino maldito” y el clásico “Yuta conchetumare”. Imposible. Siempre es y ha sido: Señor Carabinero. El odio por parte de la Ciudadanía se lo han ganado a pulso y desde mucho antes del Estallido Social.


Una infeliz infancia rodeada de fealdad, trastos sucios, brazos y piernas embetunados de piñén, muebles rotos por el padre borracho, pasajes sin pavimentar, fechorías a vista y paciencia, goteras en invierno, correazos, kilos y kilos de pan con margarina, violencia doméstica y pésimas notas en la escuela (primaria) constituyen la valórica fundamental de una buena parte de las huestes de Carabineros. Entonces una vez que pasan a tercero medio llega el encargado de reclutar mocedades y se fija precisamente en los estudiantes del liceo de riesgo social, donde los profesores terminan adictos a las benzodiacepinas. Este tipo de estudiantes son hijos de padres sin futuro y ellos, el futuro del país, tienen el futuro de sus padres por delante.


Es decir: si es que se llega a concluir malamente el cuarto medio, ¡Rapidito! a cargar quintales de harina, alfalfa, pienso, reponer cervezas en la botillería cercana, revolver azúcar con enormes batidoras industriales para cocinar dulces sustancias o bien dedicarse al robo simple o con intimidación. Siempre está la alternativa de unirse a las Fuerzas de Orden representadas dramáticamente por Carabineros de Chile y sus seductores videos promocionales donde se ve a gente realizada y feliz ¡Con computadores! ¡Jugando Ping-Pong! ¡Con posibilidades de montar corceles! De este modo, quienes en cualquier caso hubieran terminado engrosando la mentada espiral de la pobreza obrera, terminan engrosando el maravilloso e intrincado universo del orden y de la patria. A veces les ponen frenillos también, por un tema de tendencias y estéticas.


Cuerpos blandos y grandes por encima del metro setenta caen en los trajes verde musgo desde donde el guardián de la Paz velará por que no se cometan fechorías ni riñas callejeras, así como tampoco manifestaciones ciudadanas que deben aplacarse con todos los medios posibles. Ahí aparece la figura del paco sudoroso. En pleno enero y con 32 grados Celsius por lo bajo, debe caminar o mantenerse en punto fijo durante horas y horas, con el escroto totalmente cocido y las uñas de los pies entregándose a los hongos en esas botas duras que desconocen las propiedades de la ventilación burguesa tipo Birkenstock. Más allá caminan dos colegas de labores, muy cucas: las pacas, personajes temidos especialmente por automovilistas. La mitología urbana indica que la paca no tiene alma ni mucho menos piedad a la hora de sacar partes y concebir multas, debidamente redactadas porque en verdad tienen una letra preciosa, se regocija uno viéndola, aunque llena de faltas de ortografía buuu, a veces a la letra i le pintan un corazón, lo que la grafología clasifica como personalidad débil carente de aditamentos culturales. Por ordenanza de entes superiores deben ir muy bien pintadas: base, colorete, rouge y rímel a fin de suavizar los rasgos toscos que les son característicos.


Pero el paco sudoroso y la paca no son los más odiados del lote, en cualquier caso, son vistos como las palomas: molestos, sí, pero qué se le va a hacer, ahí están, tampoco es que se vayan a largar si uno les arroja alpiste o galletas molidas al pavimento. No se escaquean de sus labores ni siquiera cuando les gritan improperios.


Aquí entran en acción los cosacos también conocidos como Fuerzas Especiales. Expertos en escarmientos y torturas, las arremeten contra todo aquel que funcione en directa oposición a las órdenes del gobierno de turno.

Una parte de dichas Fuerzas se mantiene de punto fijo en la “Frontera”, la Región de la Araucanía, donde a diario demuestran su cariño hacia los Pueblos Originarios y los Derechos Humanos Fundamentales a través de sendas palizas que van a dar a cabezas de niños, adolescentes, hombres, mujeres y ancianos. No hay distinción. Y a veces también, por qué no, balines capaces de dejar tuerto a un bribón que da rienda suelta a sus más bajos instintos, precisamente cuando se dispone a cometer el ilícito de revolver los fogones para la tortilla o sentarse junto a la estufa a leña a tomar café de malta. Pero también uno los puede ver en la urbe haciendo de las suyas y aquí entonces surge algo de variedad: bombas lacrimógenas, carros lanzaguas y palizas monumentales contra todo aquel que se atreva a oponerse a las órdenes establecidas. Bajo ninguna circunstancia Carabineros velará directamente para proteger la vida de los desfavorecidos; muy por el contrario, el quid del asunto es cuidar el orden y la pulcritud de quienes ya lo tienen y controlan todo y no quieren ver peligrar su cuantioso patrimonio. Carabineros mientras tanto seguirá expandiéndose y cobrando poco más del sueldo mínimo, de ahí que sea esencial capturar a los futuros guardianes de la Polis directamente del estercolero de la más mala educación pública, así, sin más, para que hagan todo sin chistar. Si algo logran en la escuela es aprender conceptos inconexos carentes de sentido. Golpear, eso lo sabían incluso antes de saber porque provienen de una familia violenta en una sociedad violenta: ahora lo harán mejor porque tienen el respectivo entrenamiento.


Y suma y sigue. No entiendo por qué, como ciudadano decente, debo sentir temor cuando aparecen Carabineros en escena. ¿Tanto cuesta ser amable? ¿Para qué gritar a lo bestia cuando piden los documentos de identidad y las autorizaciones y salvoconductos? ¿Con qué fin? Es imposible sentirse protegido por esas huestes de la mala educación y no queda otra más que obedecer. Uno se resarce en pequeños actos de rebeldía como escribir una columna o echarles mal de ojo, pero de cualquier forma se mantendrán ahí, esperando castigar al disidente para que “otros la vida gocen en calma”…

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