Hablemos de viajes, racismo y clasismo, por favor hablemos de eso.
Desde hace años circula por internet un meme donde aparece la imagen del escritor español Miguel de Unamuno –a veces ponen a Paulo Coelho y a Chuck Norris– junto a la muy Reader’s Digest “El fascismo se cura leyendo y el racismo se cura viajando”. O algo por el estilo. Ni idea si Unamuno escribió o dijo la mentada frase, sí sé que lo de la lectura y el fascismo es objetiva y absolutamente falso. Conozco a cientos de intelectuales que no solo devoran libros, sino que encuentran en pensadores tan dispares como Richard Rorty, Karl Marx y Martin Heidegger sustento teórico para sus charadas antinmigración y nacionalismos de llorar a mares. Un famoso latinista chileno dijo una vez: “Las mujeres no pueden estudiar ni mucho menos entender metafísica”. Flashes. Lo mismo pasa, por ejemplo, con la archi repetida “Tu libertad termina donde empieza la mía” que, en efecto, pareciera tener sentido, pero vamos a ver: si la Libertad por definición tiende a la expansión (todos queremos ser más libres y luchamos para ello ¿no?) ¿Cómo va a tener límites? Si los tuviera, ya no es Libertad sino opresión, ergo la frase no tiene sentido lógico alguno.
Pero ¿lo de viajar? Después de todo, más allá de la Ruta de la Seda, la típica expedición por Europa del Este visitando ex Campos de Concentración nazis o una estancia en Liberia comiendo bushmeat (murciélago, perro o ratón salteado junto a enfermedades como el ébola, sí, he probado algunas delicatessen), estar en otros lugares y volver a ellos por gusto, lo expone a uno a la multiculturalidad y sobre todo a la diversidad. El que viaja ha visto tanto, tantísimo, que no se espanta frente a nada, por lo que viajar en sí mismo garantizaría cuotas nulas de racismo, clasismo y menosprecio hacia el otro. Centrémonos en el acto de viajar y lo que comprende, más allá del souvenir. Porque viajar, quizá, no cura el racismo, por lo tanto, también requiere de un análisis crítico.
Si vivimos en un mundo desigual donde sólo un puñado se lleva la mayoría de los recursos y donde el clasismo y racismo abundan, por lo tanto, sólo los ricos viajan una y otra vez sacando nada de la experiencia porque el clasismo y el racismo se mantienen efectivamente ahí y hasta se agudizan, ¿viajar cura algo más allá del ego y la curiosidad personal?
Sí y no.
Todo depende del tipo de viajero. Todo depende del grupo al que se pertenezca también. Hay gente que va todos los años a India, pero jamás de los jamases pondría un pie en un río sucio y pestilente, por muy sagrado que sea, ni mucho menos comería samosas de un Street stall en Delhi o Kolkata. Encima se hospedan en hoteles 5 estrellas y pagan el “Golden triangle”, un circuito en tren tan de élite que es posible toparse con la mismísima duquesa de Cornualles del brazo de Brad Pitt, como quien mastica chicle. Lo del racismo y el viajero dependen exclusivamente del sujeto. A mí me ha servido, en efecto, aunque desconozco si alguna vez he sido racista porque vengo de una familia donde ese concepto se criticó y castigó duramente y con vehemencia desde que tengo uso de razón. ¿Podría haber sido de otra manera? Creo que no. Soy sudaca. Por mis venas corre sangre: indígena, española, alemana, italiana y judía. No es que se necesiten “credenciales”, pero ¡con qué cara iría yo de racista por la vida! Conozco a un par de idiotas que se empinan por encima del metro y medio, mechas tiesas y desde luego muy en contra de la inmigración (latina), pero esos no importan. Hablemos de viajar, con conciencia crítica.
¿Ya me he referido a los vendedores altaneros del Duty Free que le dan el alto y bajo a turistas pasando el layover en alguna terminal internacional? ¡Qué cara ponen cuando ven al sudanés o al boliviano rociando un poco de Tom Ford sobre sus pilchas transpiradas tras horas y horas de vuelo para no hacer sufrir al compañero de puesto en la próxima cabina turística! Mi madre los llama “acaballerados”, Foucault, más elegante, los definió como “micropoder”. Intermediarios entre el gran poder y la masa. Y en el caso de los viajes, sujetos que por un lado piensan que tratando “bien” a la gente de “alcurnia” los acerca a la clase que los domina y le pone precio a su fuerza laboral y que por el otro desquitan la rabia contenida tras horas y horas de sonreír y timbrar pasajes con "gentuza" que asumen –erróneamente, porque en general están, desde el punto de vista económico, por debajo de ellos– como miembros del “lumpen” proletario, al que los vendedores pertenecen inexorablemente pero del que no quieren formar parte. Hay que ser amables con el de arriba y despreciar al que juzgan como igual. Vaya razonamiento. Sepa uno qué pasa por esa cabeza, pero no se molestarían en describir alegremente las características estéticas de un bonito foulard de Hermès a un turista moreno, chico y feo, porque el color de piel debe ser directamente proporcional a la clase que corresponde. Hermès para blancos ricos, el agua potable de los servicios higiénicos es gratuita y para el pueblo.
Comencemos por el principio. Necesitamos saber si viajar per se cura o ayuda a mermar el racismo. ¿Nos exponemos realmente a experiencias vitales que merman actitudes negativas y que van en contra de los derechos fundamentales? Como siempre, todo lo que narraré es experiencia, observación y vivencia personal. Antigua y reciente. Muy reciente. Me bajé del último vuelo el día lunes y ya el sábado vuelvo al aeropuerto para seguir viajando y contando, analizando y criticando.
Primero es el papeleo. Soy chileno y como Chile es país OCDE y aparece bien “rankeado” en las listas internacionales de la Globalización –hay una cantidad abrumadora de coterráneos que piensan que esta es la “Suiza” de América Latina–, en teoría, sus habitantes que viajan a otro lado lo hacen con dinero y para pasársela bien sin anhelos migrantes, qué ordinariez. De ahí que entramos a casi todos los países del globo armados de puro pasaporte ¡Los estadounidenses no nos piden visado! ¡Transitamos como Pedro por su casa a lo largo y ancho de la zona Schengen! ¡Incluso en Israel y Rusia! Podemos respirar tranquilos. Siempre, claro, que no se les ocurra a los señores de la policía internacional del otro continente hurguetear en nuestras finanzas porque es muy común que el viaje en cuestión se financie a punta de líneas de crédito, tarjetas y deudas que ¡bah! se empiezan a pagar dentro de cuatro o cinco meses. Una vez hechas las reservaciones en el hotel de ese país al que queremos ir donde dicen que no se burlarían de nosotros porque somos “blancos” (de todos modos, más de algún viajero se retoca el maquillaje antes de bajar del avión, para arianizar un poquito el pigmento indígena, hay que verse bien frente a oficiales que desconocen nuestra lengua, empatía ante todo), una vez impresos los seguros médicos y los contratos del roaming para subir todo a Instagram en un abrir y cerrar de ojos, empezamos a soñar. Pesadillas, pero que la contemplación fugaz del Jardín de las Delicias en el Prado transformará, seguro que sí, en paraíso terrenal. Y ahí está, el oficial chileno de la Policía de Investigaciones (PDI) interrogando levemente. Timbrado de pasaporte y que tenga un feliz viaje. Primer paso.
Segundo. Paseo por el aeropuerto que es un ir y venir de gente mal vestida (yo incluido), salvo algunos viajeros inexpertos que se arreglan como para un concierto de Martha Argerich en el teatro Colón, no los vayan a mirar en menos en la cabina turista cuando exijan doble ración de pan añejo y vino, o en el caso improbable que se topen con el gerente general de la Empresa, que en cualquier caso viaja en primera y su Moët & Chandon y chocolates importados de cortesía. Niños rubios que patean las maletas plásticas de hombres adultos de clase media, carteras Prada que se ríen a carcajada limpia de las dueñas de una Michael Kors ¡Qué pena! ¡Qué injusticia! Al fin y al cabo, poco es el estatus que regala el estampado MK repartido en el eco-cuero del tote bag pagado a plazos. Ida inmediata al Duty Free para solazarse con aros Pandora y cremas La Mer que ayudan a calmar la ansiedad de la vejada, eso y un clonazepam. División de los pasajeros de acuerdo a su clase que en el vocabulario inclusivo de la aerolínea no es “pasajere” sino “grupo Diamante, Esmeralda, Rubí, 1, 2, 3 y 4”. Normalmente el 4. La cosa no termina allí. El lunes, cuando caminé por la manga que une la terminal con la salida del avión, un banco ofertaba tarjetas de crédito con logos arrimados a las paredes (siempre son bancos, qué raro jejeje). Esta vez por color y ¡vaya sorpresa! el negro por primera vez es el correcto. El color va unido al estatus y al dinero que uno tenga o cobre por los servicios prestados en la profesión que se ejerza. La dorada para la chusma, la gris para la pequeña y mediana burguesía y la negra para la ricachonada, que con la dichosa tarjeta puede comprar la Capilla Sixtina si así lo quiere. Para ofertar las tarjetas y seducir clientes viajeros –que por regla general y con un estrechísimo margen de error tienen objetivamente más recursos que el resto de la ciudadanía–, los bancos deben apelar a todas las artimañas repartidas en la cultura donde tengan la misión de capturar clientes. Entonces en la publicidad de las tarjetas escriben nombres de fantasía, pero ojo, no cualquier nombre, sino el de pertenencia a tal o cual grupo, religión o casta. Todo depende de la nomenclatura clasista y racista del país en cuestión. En el caso de Chile, dinero, clase y raza van unidos de la mano, como miembros de la misma iglesia. De ahí que en la publicidad de la tarjeta dorada le pongan el card holder name de fantasía Paulina González – Brayan Astudillo o Jocelyn Pérez mataría la ilusión, y lo que importa aquí no son los quilates, parafraseando a Coco Chanel–, a la gris Rodrigo [apellido extranjero reconocible o castellano del tipo no tan vulgar como Benítez, Parra o Lagos]– y a la negra José Agustín Irarrázabal, Pelayo Vial o Gertrudis Lynch Subercaseaux. No sé si en Argentina o Uruguay será lo mismo, pero en Chile la mayoría de los ciudadanos sabe a cuál grupo se pertenece dependiendo del apellido. Pueden dudar si la tierra es plana o esférica o si el Calentamiento Global es un hecho concreto, pero los apellidos y el dinero es una verdad que no admite cuestionamientos. Triste.
Tercero, el viaje. Las cómodas poltronas de primera que se reclinan en 180° son impermeables al ajetreo provocado por las turbulencias. Y si por azares del destino surge la necesidad (la única que los pasajeros de primera tienen) de ir al baño en el medio de una tempestad, éste siempre es más grande, multicolor y suave. La cochambre se extiende en la parte trasera de la nave, de las alas hacia atrás. Allí sufren las arrepentidas que se ponen skinny jeans y botas a la rodilla en un espacio tan reducido que es objetivamente bochornoso. Y encima al lado de las turbinas. Y qué decir de la comida, es un asco, y si los de primera brindan con champagne y toman té en porcelana de Limoges, atrás sólo espumante (con suerte), té que parece agua sucia, pasta o carne vegetal revuelta con queso de calidad ínfima y olor a estado de putrefacción. No merecen mejor tratamiento porque no pagaron por algo mejor. Hasta las películas del entretenimiento a bordo son repetidas, en pantallas minúsculas. En vuelos transatlánticos, luego de dos horas, el baño ha perdido toda dignidad y se asemeja peligrosamente a las letrinas de Auschwitz. Las turbulencias impiden que el señor apunte al centro del W.C. por lo que las señoras deben hacer sus necesidades sobre la muy masculina meada y papeles con caca repartidos en el suelo para a continuación retornar a un asiento y su reclinación mínima y tratar de dormir junto a los ronquidos de un hombre feo que viste un sweater de un color y diseño pasados de moda.
Si viajar cura el racismo, es un camino largo y tortuoso el que se debe recorrer. ¿Cómo encontrar el antídoto para ese mal, en el contexto de una travesía que de antemano se define por división de clases? Porque en cabina turista los únicos blancos son los europeos (australianos incluidos) que van de vuelta a casa o invierten la pensión europea en la forma de vacaciones en países pobres done rinde cinco veces más. El resto es piel morena o negra, siendo la primera la más resentida, hastiada. Y cuestionada también, porque cuando abandone el avión tendrá que enfrentarse a la realidad de las “explicaciones”: cuál es el motivo de su viaje, dice el malhumorado oficial, sin ningún atisbo de simpatía porque o bien detesta el trabajo o debe mostrarse frío y distante con el que quizá tenga la ocurrencia de venir a sobrepasar los 90 días de libertad vigilada. Y si el destino es el viejo continente, no hay reparos en dividir (es lo “óptimo” en términos de tiempo, dicen) entre “miembros de la Unión Europea” y “Resto del mundo”. No señor chino, usted por acá. Resulta que el chino no habla ni inglés ni mucho menos francés. Entonces será sujeto de doble inspección por parte de la policía, "gajes del oficio" dicen a modo de disculpa, aunque el chino les importa menos que nada. Los colombianos y mexicanos serán vistos con sospecha donde sea que aterricen. ¿Así se empieza a curar y combatir el racismo viajando? Tengo mis dudas…
¿Continuará?
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