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  • Writer's pictureAnibal Venegas

Las emociones y el Contrato Social

El Ágora fue el sitio idealizado por Platón para instalar al Sócrates “socrático” y también al “platónico” a fin de abordar disquisiciones filosóficas respecto a la Polis o la naturaleza de las Formas con sus discípulos, con los sofistas e incluso con sus enemigos. Se trataba de un lugar libre porque en él transitaban los Ciudadanos.


En esa categoría no entraban las mujeres. Si bien Platón dio un salto estratosférico al incluir a un esclavo en el Menón y nada menos que para esbozar su teoría de la Reminiscencia, en palabras de Goethe, no fue capaz de saltar sobre su propia sombra y no desafió el orden establecido de su tiempo. Tampoco Aristóteles, quien a pesar de postular que un arreglo político justo era aquel que conducía al Agente hacia eudaimonía (εὐδαιμονία) o “florecimiento humano”, se centró únicamente en los círculos de élite de la Polis, es decir, otra vez, los Ciudadanos de Atenas. En cualquier caso, a Sócrates le dieron cicuta por mentir sobre la naturaleza de los dioses y, sin que se oyera, por repartir entre los esclavos (hombres) la idea de que también podían pensar.


Octubre de 2020 fue el mes en que chilenas y chilenos asistieron en masa a las urnas para votar a favor de una nueva Constitución que reemplazaría a la actual, redactada durante la dictadura de Augusto Pinochet y remozada en los distintos gobiernos democráticos que le sucedieron. El trasfondo de ese plebiscito fue el llamado Estallido social donde, entre otras cosas, se debatió hasta el paroxismo respecto a un tema del que los diversos actores políticos se hicieron cargo malamente, eclipsando a la ciudadanía con las manidas cifras del PIB, ránquines financieros y clubes internacionales de élite tipo OECD: me refiero a la desigualdad. La narrativa de Santiago de Chile dividido de Plaza Italia para arriba y Plaza Italia para abajo o lo que es igual, del barrio pijo y sus mansiones millonarias a los arrabales y sus chabolas, finalmente estaba siendo abordada de manera crítica y contemplándose como un problema que sólo la costumbre había vuelto normal. Sin embargo, redactar una nueva Constitución tan vanguardista como la que se pretende, con paridad de género y escaños reservados exclusivamente para pueblos originarios, no resuelve el quid del asunto cuando abordamos la desigualdad, a saber, la Discriminación. Ni siquiera la Ley Antidiscriminación chilena de 2012 la impide, por el contrario, su existencia depende de ella. Tampoco los juicios de Núremberg acabaron con el antisemitismo. Ni la condena internacional a los horrores de Auschwitz con los genocidios.

El Contrato Social ¿He ahí el problema?

Ya sea en su vertiente pinochetista o democrática, la actual tradición constitucionalista de occidente –de la que Chile es deudor– se sienta en las bases de la llamada Teoría del Contrato Social y que emana del canon filosófico de la Ilustración donde brillaron Kant, Hume y Locke, entre otros. Dicha teoría fue uno de los pilares fundamentales de la Constitución de los Estados Unidos, la más antigua de todas las vigentes y que postula, por ejemplo, la separación del Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial a fin de evitar la concentración de todos los poderes en un solo sujeto, es decir, el Tirano o el Monarca Absoluto. La experiencia estadounidense inspiró la Revolución Francesa y los procesos independentistas latinoamericanos, así como también las actuales pretensiones chilenas de crear una carta fundamental que sea redactada desde las llamadas “bases”. Pero la Teoría del Contrato Social es un enfoque que presenta algunas fallas que venía arrastrando desde el Feudalismo, el orden existente desde la caída del Imperio Romano hasta el resurgimiento de las ciudades en el Renacimiento. En síntesis, la Teoría del Contrato Social parte de la situación hipotética de un grupo de hombres desprovistos de todas las características, desventajas y ventajas de su cuna –lo que Rawls retomaría en Teoría de la Justicia– que buscan un arreglo político justo que permita a todos elevar al máximo tanto su potencial como asimismo sus capacidades humanas. En ese llamado “estado de ignorancia” uno tendría, teóricamente hablando, igualdad de condiciones y oportunidades.


Sin embargo, ni Kant ni Hume se referían a las mujeres, a las personas con discapacidad, ni mucho menos a las minorías étnicas ni sexuales a la hora de estructurar el argumento en torno al enfoque del Contrato. Kant escribió que los negros de África poseen una sensibilidad que se eleva apenas por encima del nivel de la insignificancia y que mejor y conveniente sería agarrarlos a palos porque de otro modo son incapaces de entender alguna cosa. El nombre de David Hume fue recientemente retirado del edificio que ostentaba su nombre en la Universidad de Edimburgo por sus escritos salpicados de ejemplos y argumentos cargados de racismo.

En el contexto de la muerte de George Floyd a manos de la policía estadounidense y la arremetida del movimiento Black Lives Matter y también del Feminismo –que recoge el guante de varias causas olvidadas en lo Uno y dispuestas en lo Otro, en el sentido estrictamente hegeliano– la Teoría del Contrato Social ha sido revisada y criticada en múltiples oportunidades; sin embargo y por desgracia, no puede eliminar la raíz de la discriminación. Esto desde luego se ve reflejado en las diversas constituciones y cuerpos jurídicos vigentes y, muy probablemente, se verá reflejado también en la nueva carta magna chilena. Rawls quiso aportar a la crítica al referirse a las desigualdades inmerecidas al nacer como contraproducentes para un Contrato realmente justo, es decir, donde las circunstancias del nacimiento –centrales para el orden feudal– no debieran constituir un obstáculo, siendo el Estado el garante para impedir que esa desigualdad trace una línea fija en el destino del Agente. Pero Rawls falló al estructurar su argumento a partir de un presunto falso: todos los sujetos partes en el acuerdo serían blancos occidentales. En la línea de pensamiento rawlsiana no hay lugar para mujeres, minorías sexuales, sujetos con discapacidad ni minorías étnicas.


En este sentido, creo que una de las razones fundamentales para entender el porqué de la discriminación, su aparente perpetuidad y su “naturalidad” discursiva y material en la historia, en la costumbre, la moral, la estética y la ciudad, es la total y absoluta ausencia de reflexión crítica respecto a la naturaleza de las emociones que subyacen a ella. Porque al fin y al cabo la discriminación, como fenómeno, está atravesada por emociones no examinadas de asco, rabia y miedo que luego trasuntan el imperio de la Ley. Si para los antiguos griegos las emociones eran importantes en virtud de su rol secundario en relación con el conocimiento (“la Virtud, para los Estoicos, precisa desprenderse de las emociones porque virtuoso es aquel que actúa de forma justa al discernir lo que debe o no hacer sin nada que interfiera [en ese proceso][1]”), en nuestro tiempo, cobran un cariz primordial.

¿De las Emociones a la Ciudad?

La ausencia de abordaje y estudio crítico de las emociones permite que opiniones de índole racista permeen argumentos cuya naturaleza debe, en teoría, ser de estricta raigambre jurídica. Pero ¿es posible desprender al legislador, y en verdad a cualquier sujeto, del vínculo que mantiene con sus emociones? No. Bien lo sabía Platón. En el libro III de la República, Sócrates se queja de los poetas quienes, al describir erróneamente la “auténtica naturaleza de los héroes y los Dioses”, transmiten ideas equivocadas sobre la belleza, el amor y sobre todo la virtud. Dicha desviación artística –o educacional– es traspasada a los Guardianes de la Ciudad, lo que se traduce en una problemática no solamente abstracta sino estrechamente vinculada con el orden y funcionamiento de la Polis.


Lo mismo ocurre en la ciudad contemporánea, a más de veinte siglos de distancia.


Pensemos en edificios de construcción moderna que en su diseño original no incluyen rampas para personas con discapacidad. La crítica a la Teoría del Contrato y las partes involucradas en él han permitido que ahora los servicios más básicos como el sistema de Metro deban incluir ascensores e ingresos especiales, asimismo supermercados o edificios públicos y privados. Porque todas las partes importan. ¿Qué otra cosa demanda la ciudadanía post movimiento Me too y la llamada Cuarta Ola Feminista sino respeto y trato digno más allá de los discursos inclusivos de aires conciliadores? Retomando el estudio de las emociones y cómo permea al legislador, la actual Constitución chilena interpretó el artículo n° 4 de la Convención Americana Sobre Derechos Humanos para afirmar que la vida comienza exactamente desde el momento de la concepción: enormes esfuerzos jurídicos se gestionaron para garantizar el aborto en tres causales y así permitir que la mujer no ponga en riesgo su propia vida ni instrumentalice su cuerpo. La llamada agenda valórica del área más conservadora de la política chilena empuja constantemente la moral de orden cristiano a fin de regir a la totalidad de la población. Tal como plantea Martha Nussbaum en Sexual Orientation and Constitutional Law, no son sino emociones de asco e ira las que permean leyes que se oponen a todo lo que concierne a “los otros” no presentes en la posición original que da origen al contrato: las minorías sexuales no existen, son indeseables, repulsivas. Sin caer en la censura que proponía Platón a fin de solucionar el problema de los poetas, una educación que albergue en su seno el estudio crítico de las emociones puede tener un enorme impacto sobre quienes regirá una carta magna.

¿Desafíos para los ciudadanos?

El desafío actual radica en pensar ciudades donde 800 metros entre un barrio y otro no signifiquen distinta calidad de vida y oportunidades dispares fundadas en virtud del origen. Una ardua tarea para el urbanismo y una empresa colosal para la Filosofía y el Derecho que arrastran siglos de normalizar la Discriminación como parte inmanente a la naturaleza humana. En las redacciones de las cartas magnas hay voces de todos los colores y eso también incluye las más conservadoras: esas que creen ciegamente en la pirámide del ordenamiento feudal, alcaldes y aspirantes a la presidencia que cilicio en mano se encomiendan a quien redactó en Camino ¡Qué afán hay en el mundo por salirse de su sitio! ¿Qué pasaría si cada hueso, cada músculo del cuerpo humano quisiera ocupar puesto distinto del que le pertenece? Tratar de poner fin a la discriminación implica necesariamente transitar de un lugar a otro y sin una reflexión crítica de las emociones que subyacen a ella estamos condenados a movernos por un paisaje urbano que en sus edificios, calles y avenidas oculta el sordo sufrimiento de tantas vidas que, en efecto, tienen derecho a ser vividas plena y dignamente.


Artículo publicado originalmente en la revista Crítica Urbana


Referencias

[1] ANNAS, Julia (1993) The Morality of Happiness, p. 65. Oxford University Press. T. del A.

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