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  • Writer's pictureAnibal Venegas

Mantener una vida saludable: Autogobierno

Mis lectores querrán saber cómo logré finalmente perder kilos extra, porque desde 2014, cuando volví a Chile, mantengo la misma altura, sí (soy muy joven aún, todavía no me encamino hacia el empequeñecimiento propio de la vejez), pero con un peso que fluctúa entre los 54-60 kilos. Soy visible y objetivamente delgado. Flaco. Quedan muchos capítulos por narrar sobre la epopeya asiática que me llevó al muy cuestionable Panchakarma, estancias en clínicas de belleza en ciudades sagradas del hinduismo, aventuras en Sri Lanka, Nepal, Bangladesh. Lo que quiero transmitir en esta entrada es el concepto que me ayuda a mantener el peso ideal, porque uno puede adelgazar y desprenderse de kilos sobrantes, desde luego, pero sin la ayuda de la práctica deportiva es imposible hacerlo en el mediano y largo plazo. IMPOSIBLE. Y esa es la segunda dificultad, porque primero que todo… ¿Cuánto cuesta adelgazar? Mucho para los que creen en la salud y el bienestar, poco para quienes buscan adelgazar por una cuestión meramente estética. Con o sin viaje a India es efectivo perder peso –mis “tips” y métodos son extrapolables a cualquier lugar del globo terráqueo, bueno, tal vez en Sudán del Sur o Angola tengan otras prioridades–, y ni siquiera apelando a fórmulas reñidas con los desórdenes alimenticios, bah, una dieta cualquiera, de revista de modas o los horrorosos foros web de las “Ana” ¿Cuántas y cuántos se enganchan en regímenes “crash” antes de la celebración de un matrimonio? Conocidas son las fórmulas rusas para hacer “adelgazar” a las ya macilentas bailarinas de ballet y campeonas de gimnasia rítmica que tienen la total y absoluta prohibición de beber agua durante las prácticas, porque 100 gramos de “sobrepeso” son visibles a ojos del director del Marinsky o el Bolshoi. El hincapié lo hago en la dieta balanceada con miras a la salud física y mental, porque los resultados son palpables sólo gracias a la disciplina y el saber hacer. LO MISMO ocurre con el mantenimiento una vez logrados los resultados. Porque si perder los malditos kilos cuesta, madre mía ¿Calzar las zapatillas y apuntarse al gimnasio? ¡Mejor nos dedicamos a transcribir sentencias del latín napolitano al hebreo bíblico!


Quienes han seguido mi blog saben 3 cosas: 1) Es esencialmente un blog de viajes; 2) Describe, por entregas, la travesía transcontinental que me hizo perder 30 kilos de peso en 6 meses y 3) Soy terriblemente inseguro. Y entonces vuelvo a repetir. ¿Aníbal en el año 2012? 170 centímetros de altura y 90 y tantos kilos, es decir, obeso ad portas de la morbilidad. A India llegué por azares de la vida: recién vuelto de la facultad en Reino Unido, sin trabajo, deprimido, adicto a los tranquilizantes, a la comida chatarra y fumador compulsivo de dos cajetillas diarias de cigarros. A los pocos meses de estar perdido en ese oasis llamado Navdanya/Universidad de La Tierra –que yo simplemente describo como “La Granja”– trabajando con austríacos, franceses, alemanes, indios y cuánta nacionalidad existe sobre la faz de la Tierra, ya estaba en un camino inexorable hacia la delgadez. Delgadez provocada, entre varios factores, por una dieta 100% a base de alimentos de origen no animal a excepción del Tchai (que actualmente no tomo debido a la intolerancia a la lactosa), tizanas calientes de jengibre, limón y menta, un “vínculo” espiritual y sobre todo “intelectual” con los alimentos. Porque allí está: la necesidad de conocer el origen de cada ingrediente inhibe el deseo irracional por la ingesta de dulces atiborrados de azúcares y químicos, y la máxima traspasada por mi jefa, la filósofa Vandana Shiva: si lo que te vas a echar a la boca contiene más de dos ingredientes que no puedes ni siquiera leer en voz baja, al menos sospecha. Esto último contribuyó de forma inevitable al no-consumo de comida procesada, muchas veces cargada a una exuberante dosis de calorías vacías, carbohidratos inservibles e ingredientes del tipo Aspartamo y el siempre presente Amarillo Crepúsculo. No, no es por temor al cáncer.


Y si a uno lo invitan a dictar clases para un curso sobre Gandhi, Paz y Globalización en una Granja perdida en el norte del subcontinente indio, a los pies de los Himalayas ¿qué otra cosa puede responder? Qué sí, desde luego, acepto el reto. Antes de emprender el viaje, mucho antes de trapear suelos en letrinas destinadas a la compostera bajo el concepto de “Shramdaan” o servicio comunitario, antes de las cobras escondidas en campos de arroz basmati, occidentales entrando y saliendo, elefantes furiosos, amigos y enemigos, mi currículum vitae exhibía las fortalezas académicas que me transformaban en el instructor ideal. Había terminado de estudiar filosofía en la Universidad de Edimburgo, con una especialización en el mundo antiguo y el arte clásico, pasantías en organizaciones de Derechos Humanos y defensa de la Paz: la plaza estaba más que merecida. Pero lo auténticamente rescatable de la experiencia no fue mi repetición como loro de la obra completa de Platón y Aristóteles hasta llegar a Diógenes el Cínico, sino un término que me quedó grabado hasta el día de hoy y que de una u otra manera define mi vida como escritor, académico, activista, pero sobre todo como runner amateur: Swaraj. What? ¿Qué significa esa palabra que se pronuncia “suarách”? Autogobierno. Tatuada en la memoria y todos los días fugándose a través de los sentidos, por cada extremidad del cuerpo, con cada bocanada de aire viciado, un poquito de Swaraj. Quisiera transmitir esta “virtud”, así llamada por mi maestro Satish Kumar.


La parte del curso de “Gandhi” que me correspondía enseñar al muy cosmopolita, rubio y distinguido alumnado de Navdanya- Bija Vidyapeeth (Universidad de La Tierra) era un repaso por la historia de la ética antigua, vinculada estrechamente con el concepto de Swaraj o “autogobierno”. Debo decir que los sincretismos no me interesan, típicamente los asocio a la tendencia occidental de “ningunear” los logros de otras culturas para justificar la supuesta originalidad de los propios. Pero de verdad que entre la psyché griega y Swaraj hay varias conexiones, principalmente por los viajes de los filósofos de la antigüedad a India y el intercambio cultural en la época del esplendor de la ruta de la seda. Sin embargo, creo que Swaraj es más fácil de aprender y aplicar a una rutina “ordinaria” que demande voluntad y disciplina que una dosis del Fedón o algunos argumentos esbozados en la República o en Fedro. Principalmente por el efecto pragmático del Swaraj y también, porque se vincula de forma estrecha y directa con el hálito viajero del blog. Uno debe mantenerse fiel a su esencia. Y a su audiencia.


Y entonces ahí estaba yo, de vuelta de Rishikesh, una mañana de noviembre, en el jardín Nelson Mandela de la Granja, al lado del gazebo, bajo la sombra de los mangos. Habían dispuesto sillas de madera alrededor de un sofá confeccionado a base de junquillos, fácilmente degradable en la compostera en caso de urgente necesidad. En la platea se ubicaba el atento alumnado, en el sofá Satish Kumar, fundador del Schumacher College y director de la revista Resurgence. En su primera juventud había sido monje Jain, con un amor inconmensurable por la naturaleza, al punto que cuando sus dreadlocks estaban ya tocando el suelo, los envolvía entre sus piernas para que los piojos no murieran de hambre. Y claro llegó el día. Llegó el día en el que el periódico anunciaba el desastre nuclear esparcido en la forma de rumor por los cinco continentes y que mantenía en roce constante a los soviéticos con el mundo occidental “libre”. ¿Qué otra cosa podía hacer el joven Satish sino caminar –sí, caminar– por el desierto de Rajastán, atravesando Pakistán y Afganistán hasta llegar a Turquía, cruzar montes, ríos y valles, entonces París, la capital de las luces, y unirse a la protesta vital que clamaba por una urgente pacificación, y donde encima lo metieron preso? Al otro lado del Canal de la Mancha, en las elegantísimas y centenarias aulas de Cambridge estaba Bertrand Russell, empapándose e inspirándose de la hazaña publicada en el Times. Lo que había hecho hacía décadas, es decir, sacar de la ciénaga de la soledad nórdica a su más afamado discípulo Ludwig Wittgenstein, lo repetiría con Satish. ¿Y qué hicieron juntos? Promover la paz y la hermandad entre las naciones, en el medio de un continente atormentado por un pasado que llevaba millones de muertes a su haber y que de vez en cuando se promovía como el “modelo”, junto a Estados Unidos, del “Primer Mundo” frente a la barbarie del atraso africano y sudaca.



Lo que más ayudó a Satish durante esos años fue el concepto apropiado por Gandhi, Swaraj, es decir, autogobierno. Cualquier actividad, cualquier hacer o emprender, debiera ir inspirado por esa lógica. De la misma forma que el alma tripartita griega era comandada por la razón para alcanzar la justicia y la eudaimonía o florecimiento humano, Swaraj permite hacer frente a los problemas y en general a todos los quehaceres con el mismo impulso vital. La diferencia es que Swaraj es aplicado a la vida política, sí, pero sobre todo a la vida ordinaria y no distingue entre la aristocracia de filósofos y el Lego o “pueblo”. Swaraj sirve para quienes necesitamos ordenar nuestro “yo interno”, gobernarlo, dar el primer paso hacia “algo” y concretarlo con éxito, siempre pensando en uno y también en los demás.


A pesar de tener una estricta rutina alimentaria, de cuidado de la piel y ejercicio físico, madre mía de mi vida, cómo me cuesta lo del autogobierno y no desbarrancarme. Porque cada día se inaugura con la pregunta ¿Podré lograrlo otra vez? Fuera de las características positivas que pudiera tener –seguro las hay, pero otros y otras se dedicarán a describirlas, no me corresponde esa misión, no me alcanza el narcicismo– soy débil, desordenado, inseguro, ansioso y depresivo por naturaleza. Ninguno de mis amigos o conocidos podría justificar la descripción poco amable que hago de mi mismo en tanto observan mi vida como un amasijo de certezas y experiencias que se crean y recrean en marcos más o menos “cuadrados” donde cada pieza tiene su sitio y lugar establecido. Ignoran el enorme trabajo de voluntad que hay detrás. Frente a la depresión no hay mucho que hacer aparte de seguir los consejos y recomendaciones médicas que típicamente se presentan en la forma de píldoras, un vaso con agua y a seguir viviendo. Pero lo otro, lo otro… ¡Ay que martirio! De frente en el espejo veo a un tipo delgado, con cierta musculatura, piel medianamente tersa, entonces ¿Qué? Mi trabajo tiene poco de rutinario y debo ajustar mis estructuras vitales cada dos por tres, porque paso gran parte del año moviéndome de un lugar a otro. Ahí es cuando mete sus narices doña India y por supuesto Swaraj. Hoy, por ejemplo, el día estuvo particularmente difícil. Un pequeño fracaso laboral en la mañana, mediodía de altos y bajos emocionales, necesidad urgente de comer chocolate alto en grasa y bajo en contenido dietético. Entonces llegan las 17:30, hora en la que o salgo a correr o realizo otras actividades físicas para equilibrar mi insufrible Dosha (Pitta, en mi caso). “Aníbal… autogobierno, Swaraj” es el susurro que me sale de las estructuras cognitivas donde se almacenan los recuerdos. He ahí el impulso vitalísimo. ¡Cuánto cuesta calzar las zapatillas y salir a correr! Las excusas sobran: ya estoy delgado, hoy me duele la cabeza, parece que lloverá, sesión tipo pilates otra vez no por favor, ¿y si piso un vidrio o un clavo? ¿si me atropella un camión y me transformo en el “muerto del Parque Bicentenario?


Swaraj.


Así es. Porque nunca falla. Lo repito una y mil veces. Mil millones de veces. Swaraj. Todavía bajando las escaleras de mi edificio (tengo fobia a subirlas pero no a bajarlas) me digo “Swaraj, autogobierno, Swaraj, autogobierno” porque una vez en la calle el viento helado del todavía invierno capitalino me explica que debería quedarme en casa, la calle del barrio Gentrificado es hostil, por aquí y por allá se mueve una masa gris de gente y sus preocupaciones y humores alterados, las piernas te van a fallar, del cielo caerán restos de algún aparato de la Nasa o una estación inservible de la antigua Unión Soviética, en el Parque no será un perro sino un león de la montaña a quien deberás hacer frente, en la próxima esquina habrá un asesinato horrible del que serás único testigo y tu cuerpo semidesnudo y sudoroso aparecerá en todos los noticiarios. Uno, dos, tres. Swaraj. A los cinco minutos se desvanecen los temores y mi piel untada en SPF factor 50 empieza a sonrojarse, la música que almacena mi dispositivo llamado iPod –totalmente pasado de moda, pero yo no salgo ni saldré a correr con teléfono celular o smartphone– ocupa mis pensamientos y la estricta disciplina representada en la ruta que aprendí de memoria, llena de hoyos, arbustos, cardos, girasoles y baches, comienza a apoderarse de mi cuerpo. Porque finalmente es una cuestión de actitud personal, de torcerle la mano a la pereza y autogobernarse. Sí, así es. Una vez en casa, bañado, limpio, con ropa olorosa y el cuerpo y la mente absolutamente despejados para recibir informaciones y experiencias de cualquier índole. Eso es tener control sobre uno mismo. Todos y todas podemos. De ahí que siempre repito: Swaraj.


En la Patagonia al fin del mundo o en la Masada: Swaraj

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