Todas las veces que voy (iba) a un Museo, hago una visita final a las Tiendas de Recuerdos, las famosas Gift Shop. Me encantan, especialmente las que ofrecen rumas de bolsas ecológicas, lápices y bustos en miniatura. Desde la teoría marxista, cómo no, esto es el equivalente a un crimen que trastoca Derechos Fundamentales: si la “musealización” del arte es vista ya con sospecha, rebajar la Guernica al estatus de mochila o la Capilla Sixtina a uñas de acrílico es un asesinato cultural. De acuerdo a Marcuse, la obra de arte pierde la fuerza “impulsora” que le es propia cuando el Mercado contra el cual se rebela lucra con ella ¿A dónde va a dar el dichoso espíritu subversivo de Beethoven, Duchamp y Mozart si por apenas veinte dólares uno lo puede tener pegado al refrigerador en la forma de un bonito imán decorativo o como sombrerito de macramé engalanando tapas de teteras saltadas? Según Adorno, hasta la platea del Teatro ha sido raptada por las aspiraciones materialistas de la burguesía y dos puestos más atrás, la pequeña burguesía, que no quiere entender ni mucho menos disfrutar sino simplemente hallar la confirmación de su estatus. Que Martha Argerich machaque como loca a Prokofiev en un espléndido Bösendorfer no interesa, a los ojos de Adorno ya ha sido convertida en fetiche para la masa gris, consumista y bruta que aplaude sólo para que le suenen los zarcillos y las lentejuelas del vestido diseñado a la medida en la casa Dior.
A estas alturas, como dicen los gringos, ese barco ya zarpó. Contradicciones del capitalismo o no, lo cierto es que el mundo de postguerra era mucho más refinado de lo que creían los Marcuses y los Adornos y hoy en el año 2020, frente al Coronavirus que enferma cuerpos y deprime economías, los más desolados son, como siempre, los pobres y entre ellos, los artistas. Porque frente al ancestral miedo a la muerte y como resultado de los confinamientos que traen consigo desempleo y pobreza, únicamente los ricos pueden permitirse llegar hasta la cúspide de la Pirámide de Maslow: el resto chapotea tratando de procurarse, en la medida de lo posible, las necesidades básicas, cada vez más básicas. Y siempre con el temor a un posible ataque viral.
Entre las actividades más prescindibles está el quehacer artístico en todas sus manifestaciones. Para el público sensato, la idea de ir a la ópera antes de la aparición de una vacuna constituye un disparate. Y al fin y al cabo uno puede atiborrarse de alta cultura vía internet, donde el surtido es tan amplio que daña a la vista. De ahí la paradoja: los artistas son quienes más nos han hecho compañía en estos días y noches de eterna soledad y quienes más verán perjudicado el rendimiento económico de sus respectivas actividades y patrimonios económicos por la inutilidad material inherente a su oficio. El arte alimenta, sí, pero de forma abstracta. No se paga la luz con Clara Schumann, los Conciertos de Brandemburgo no se fríen. ¿Sería lo mismo una cuarentena sin películas, música, danza y literatura? Porque la gran mayoría no pertenece a la elite que firma esos contratos que discuten en la revista Forbes. Detrás de un violinista de octeto u orquesta hay años, sino décadas, de estudio y sacrificio que están ad portas de irse por la taza del W.C, junto a los residuos del bolo alimenticio. Las mazurcas de Chopin codeándose con las cacas recién hechas ¿Quién lo diría?
Durante el inicio de los confinamientos se difundieron por internet planes culturales sofisticadísimos a los que muchos se apuntaron. Sin embargo, varios decidieron arrojarse a las seriales de Netflix, descuidando los supuestos paseos virtuales al MoMa, la National Gallery, el Met, la pinacoteca del Hermitage, las Estancias de Rafael en el Vaticano. Hay gente que decidió no aprender absolutamente nada. O no tuvieron el tiempo. O el estrés que acompaña a la doña Cuarentena les impidió abrir la cabeza, pero también el corazón, porque la incertidumbre es más fuerte. Como sea, este será el año de la deprivación cultural. Y para no simplemente criticar sino proponer, pero sobre todo para rendir justo tributo a los artistas, aquí rescato algunas (¡algunas!) de las obras y manifestaciones culturales que más me han acompañado y me acompañan durante esta cuarentena. A ver si se animan o bien ¿alguna sugerencia?
Oficina en una Ciudad Pequeña, Edward Hopper
Cada vez que voy (iba) a Nueva York me doy una vuelta por el Museo Metropolitano para chequear la última exposición de moda a cargo de la revista Vogue, esa que instalan con toda el glamour y la parafernalia hollywoodense y donde las estrellas se pasean en la alfombra roja. Nunca decepciona y la Gift Shop es espectacular. Y como he ido tantas veces al dichoso Met, aparte de la famosa muestra, voy directamente a revisar galerías u obras específicas: uno puede estar, por lo bajo, un día entero recorriendo alas y pinacotecas y la sobrecarga de información hará que se olvide rápidamente lo que los ojos privilegiados contemplaron durante horas y horas entre medio de asiáticos, mega cámaras, niños corriendo y aprendices de artista que van allí a hacer copias e interpretaciones libres de Rembrandt en la sala 964 o de Canaletto en la 632. Todo depende del brío, técnica y gusto personal del cliente, también conocido como estudiante universitario.
Es una verdadera lástima que precisamente mi nuevo cuadro favorito, “Oficina en una Ciudad Pequeña” (Office in a Small City) de Edward Hopper no esté desde hace tiempo en la exhibición permanente del museo. De hecho, en la tienda de regalos lo más barato que encontré fue precisamente la versión impresa en cartulina opaca, adquirida con la idea de encuadrarla en los marcos más rococós que pudiera hallar para gusto de mi santa madre que adora el contrapunto entre la sobriedad y lo kitsch. Yo en realidad prefiero las paredes y murallas lisas, sin nada que entorpezca el blanco albo que a mí me gusta tanto. Eso, la pandemia y mi aversión hacia los muebles probablemente influyeron para que haya olvidado por completo la posesión de ese tesoro… hasta que me cambié de casa hace un par de semanas y ¡zaz! apareció entremedio de una carpeta repleta de artículos académicos. Escuchaba Just in Time de Nina Simone. Eran las 10 de la noche. Un cliché encima de otro, así es la vida.
Y así es mi vida.
Entrampado, literalmente, en una Ciudad Pequeña. Más allá de los límites concretos de mi departamento se extiende una profusión de edificios de hormigón celular armado, techumbre y vidrio, donde residen gentes cuyas vidas y aspiraciones conforman eso que llaman capital humano. La mayoría está encerrada, ocupada en sus propios quehaceres domésticos y de realización profesional que incluyen, como no, levantarse, escobillarse los dientes y el pelo, comer alguna cosa rica en grasas y carbohidratos refinados y acto seguido la vorágine predecible del teletrabajo. Únicamente se puede fantasear con la ciudad dormida por el confinamiento y que es posible recorrer dos veces a la semana, desde luego, siempre que a uno lo ataquen síntomas de fiebre, la firma inexorable de algún documento notarial, el pago de la cuota, la compra de cosméticos y de Tapsin caliente día y Tapsin caliente noche y las vitales idas y venidas al supermercado. ¿Es eso lo que observa el hombre desde la soledad de su escritorio? Debe ser el imparable Nueva York de los 50’ (el cuadro es de 1953), increíblemente parecido al Santiago del 2020. Yo también me siento en mi escritorio a trabajar y a soñar…
Von Fremden Ländern und Menschen, por Martha Argerich
En realidad, interpretada por Martha Argerich, la obra de 1838 fue compuesta por Robert Schumann. Se trata de la pieza No.1 en Sol Mayor de la colección Kinderszenen Opus 15 o “historias de la niñez” y que Argerich usualmente toca luego de veinte minutos de aplausos que demandan el dichoso encore. ¿Quién mejor que Argerich, la máxima pianista de nuestro tiempo, para tocar una pieza originalmente interpretada por Clara Schumann, la máxima pianista de su tiempo? Así no más. Igual de breve que un preludio de Chopin. La pongo cuando termina el día.
Luego de una intensa, aburrida y repetida jornada de escritura, reuniones inútiles, compras por internet, lectura y ejercicio físico para no corromper la integridad de mis pantalones talla S o 28 (todo depende de la marca), tomo un baño y me siento con una cerveza mirando hacia el otro lado del balcón, haciendo gala a la mímesis cultural archi-mega-criticada por Platón porque me siento igual al sujeto de la Oficina en una Pequeña Ciudad. Rodeado de un país extraño y de gente.
Aguas Primaverales de Sergei Rachmaninoff
Con tantas referencias musicales repartidas en los primeros párrafos, se entenderá que la música no solo es mi debilidad, sino fundamento para pensar, hacer y ser. El combo completo. Y en fin, a todos nos gusta la música, solo que yo prácticamente no escucho otra que no sea clásica. Por lo mismo ignoro qué está sonando en iTunes o Spotify, se me enredan Billie Eilish, Harry Styles y Justin Bieber y solo atino a catalogarlos como “música H&M”. El primer disco que tuve fue el Concierto Para Piano N°1, aprendí a leer música bastante chico, estaba en un octeto de cuerdas, participé en la competencia Bach y hasta escribí un pequeño libro sobre Mozart que amablemente archivaron en la Mozarteum de Salzburgo. Pero en cuarentena, lo primero que hago por la mañana antes incluso de hacer algo de ejercicio, no es poner el Concierto 23 o el Clave Bien Temperado. Algo mucho más corto. Cortísimo. Pero de larga duración.
Se trata de “Aguas Primaverales” No. 11 Opus 14 de Sergei Rachmaninoff, perteneciente al conjunto de doce Romances para voz y piano compuestas en 1896 y dedicada a su maestra de la infancia, Anna Ornatskaya. Esta es música de pandemia en toda su real magnitud, porque no la conocí ni en una sala de conciertos, ni buscando música en alguna tienda de discos: la encontré cuando de casualidad, a las 3 de la madrugada de un día de abril y en cuarentena, pinché un video en YouTube del Mundial de Gimnasia Rítmica de Stuttgart del año 2015. Buscaba videos de accidentes de tránsitos grabados con dash cam cuando ¡zaz! aparece Yana Kudryavtseva haciendo ejercicio con el aro. En lugar de ver accidentes mejor algo bonito ¿no? Debo reconocer que nunca me interesó mucho la gimnasia, la encontraba un poco tonta: gente delgada saltando de un lado para el otro con leotardos circenses repletos de cristales Swarovski. No solo Kudryavtseva combina la técnica del ballet (honrando discretamente a Plisetskaya y el legado del Bolshoi) con la gimnasia, sino que la versión de “Aguas Primaverales” que usa para su coreografía es una de las mejores que he escuchado hasta hora. Ni idea quien la interpreta. Por las mañanas un cuenco lleno de porridge, una banana y agua. Ingesta de suplementos y vitaminas y entonces Rachmaninoff. Llevo más de 100 días escuchándola en todas sus formas –con y sin aria, en guitarra eléctrica, banyo y viola d’amore– y aún no me aburre. Supongo que entre fraseo, negras y corcheas se oculta un poco de esperanza.
Classic FM.
No solamente está dedicada a transmitir los mejores conciertos y recitales de música docta: la señal británica es también la gran ventana que tienen los músicos de todo el mundo para hacerse oír y escuchar y con esa estrategia mantener viva la relevancia. Porque el mundo debe saber que el arte es relevante, a veces lo olvida. En ocasiones resulta penoso ver a un artista entrenado en la Academia Sibelius con sus respectivas pasantías en Viena y Nueva York tocando las Fugas y Conciertos de Brandemburgo de Bach o la Sonata para Violonchelo de Zoltán Kodály con los botones de la lavadora, serruchos, tazas de baño o platos de cartón corrugado. Pero qué recurso queda si las cuarentenas impiden la apertura de la sala de conciertos y ensayos y por lo tanto la posibilidad de obtener ganancias a través de la performance musical.
Classic FM mantiene un canal exclusivo en internet y una enorme presencia en Redes Sociales. El otro día pude ver completo el documental de la BBC sobre la Orquesta del Diván, la Pasión de San Mateo y Dido y Eneas sin cortes. Es la máxima compañía para quienes, en la soledad de nuestras casas, trabajamos pensando que, no obstante todas las catástrofes y malas noticias que se multiplican a lo largo del día, existe un lugar donde se regala –virtualmente– belleza. Hoy mismo, mientras escribo, y en mi inconsciente y usual homenaje a la Oficina en una Ciudad Pequeña, escucho una y otra vez el Sexteto n°1 de Brahms, y por supuesto el torrente imparable de las Aguas Primaverales que aclaran un poco los fríos y oscuros días del invierno santiaguino.
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