Y cuando a uno lo invitan a celebrar la fiesta de Acción de Gracias es imposible decir que no. Al fin y al cabo, fiesta nacional y exótica para el cronista errante. Especialmente si la enchufan en el medio de un roadtrip interminable: Nueva York, Pennsylvania, Ohio, Michigan. Siempre será bienvenida un poco de comida hecha en casa en directa oposición a la cultura del deshecho alimenticio que se ve cada dos metros y que pareciera ser el fin último del Capitalismo (en su forma social-demócrata o neoliberal) que en Chile han criticado tanto y que de vez en cuando muere cuando abren las relucientes puertas del Mall. ¿Alguna experiencia previa? Sí, y bastante positiva. Un grupo de americanos antivacunas en Nepal dando bendiciones al pavo de soya y otro en Escocia, donde se reventaron el hígado tragando Haggis. La comilona gringa en versión 2019 implicaba ir a enterrarse en los suburbios cercanos al Río Detroit donde las mansiones son preciosas, estupendas, llenas de capiteles y fuentes de agua y hiedra y madreselvas y cariátides como arrancadas de la mismísima Acrópolis. Por allí vive gente millonaria en el sentido old money del término, es decir, mucho Ford, Rockefeller, Carnegie, Heinz. Algunos asomados tipo Eminem y Patti Smith. Aretha Franklin Q.E.P.D.
La casa de la Fiesta y el resto del vecinario...
De inmediato se me informó que el Thanksgiving no iba ser en la elegantísima East Ferry Avenue, que cómo se me ocurría esa estupidez. La francachela tendría lugar en un sitio más “humilde”, o sea, en los suburbios ubicados a las afueras de Detroit, cercano a Troya. Ábranse las puertas de la “Happy valley” –así se llama el suburbio– que en su explanada inicial ofrece la terrible impresión estética gringa de clase media-alta donde la arquitectura es un contrapunto de funcionalidad, mal gusto, desproporción y el juego virtual The Sims. Se supone que a eso aspiran los que se van a endeudar, perdón, vivir en las “residencias” Enaco de la Dehesa, pero en versión Auschwitz porque están rodeadas de alambre púa o derechamente electrificadas. Acá en cambio me sentía como Claude de la película dans la Maison. Absolutamente todas las casas con terreno sin cercado tienen chimenea, tres o cuatro autos, ventanas con persianas externas que están ahí de adorno, madera plástica y una plétora de cachivaches navideños que en Chile se empecinan en copiar contribuyendo a fealdad urbana. Los gringos rivalizan por tener el porche más grande, la mansarda más espléndida, la mayor cantidad de ventanas posibles y ojalá una regia piscina. Y haciéndole justicia al suburbio, a fin de no desentonar, la casa del Thanksgiving tenía la puerta plástica –que parece madera– abierta, sin llave. Aquí no se roba. En las afueras estaban estacionados los 4x4 de toda la parentela de mi anfitrión cuyos pigmentos cutáneos iban del blanco albo hasta el blanco albo con pecas. De un ala me condujeron directamente hacia el living-cocina donde se estaban repartiendo los alimentos. Atravesé un hall con cielorraso a doble o triple altura que en la parte alta tenía un ventilador de utilidad desconocida porque la casa es climatizada. El sinsentido es la constante por esos andurriales.
El living-cocina era de dimensiones impresionantes ¿200, 250 metros cuadrados? Y allí estaba: un grupo etario diverso de tonalidades uniformes. Algunos amontonados frente al televisor de cincuenta pulgadas del lado izquierdo, otros amontonados frente al televisor de cincuenta pulgadas del lado derecho. Nunca había visto una casa con dos mega pantallas en el living, pero en fin, sigamos. De cara a la “isla” (mueble empotrado en el medio de la cocina) un grupo de mujeres gringas, es decir, blancas, de buso y zapatillas, decoraban platos de cartón con panecillos, ruibarbos azucarados, pasteles, merengues y el rey de los postres, un soberbio Eton Mess a base de crema porque el merengue simplemente no engorda. Todo en esa habitación era de mal gusto y feo. Horrible. Sillones capitoné comprados con motivo de las fiestas –los americanos cambian la decoración dependiendo de lo que se celebre–, una chimenea de altura 1.70, pisos de baldosa blanca, lámparas gigantes que parecen de madera sin serlo, cubiertos de utilería, cuadros de falso óleo junto a estatuillas de inspiración grecorromana en plástico resplandeciente. Fuera un grupo de hombres cocinaban los pavos que serían acarreados directamente a la cocina para que, una vez chupeteado el último huesecillo, se pudiera dar la bienvenida al pumpkin pie. Y en el medio de todo, risas y más risas acompañadas de “it was like, and I was like, I was totally like, you know… like?”. Yo, yo, yo.
Conversación de los hombres:
- El plan de Obama era construir projects (viviendas sociales) acá mismo, imagina, like.
- Sí, cuando todo ese espacio puede usarse para piscinas, like.
- Oye, tú ¿Tu país no estaba hecho una mierda –shithole?
- En verdad no, permiso…
¿Qué iba a contra-argumentar con esos dos orangutanes rubios y su Partido Republicano? Yo, que me veía más extranjero que nunca. Escapada hacia el living-cocina donde ya hacía su entrada el paño de la limpieza porque a alguien se le cayó un poco de crema pastelera encima de la alfombra boucle. De rodillas estaban las novias de los parientes masculinos del dueño de casa, que a través de la fregadera de trastos y pisos y sus respectivos elementos (cif, clorox, virutilla de raspar) trataban de hacerse querer o al menos acumular puntos en la escala familiar. Comentaban al paso y sin que nadie les preguntara, que ellas conocían al dedillo el método para quitar manchas de vino de las servilletas blancas y que para nada las complicaría lavar una pila de paños de guagua untados de caca. Alguien declaró que la vajilla estaba realmente muy bonita y colorida, como de revista, salta a la vista que ha sido comprada recientemente y jamás de los jamases en una liquidación. La dueña de casa sonreía satisfecha porque es muy probable que estuviera levantando envidias por sus logros en lo que a artefactos domésticos respecta.
Dentro no se podía fumar y las conversaciones que no versaban sobre la vajilla y la compota, exploraban con mucho detalle y entusiasmo las características profundas y espirituales de la casa de fulano, el bungalow de zutano y los logros financieros de mengano. A veces una historia muy graciosa sobre la niñez, al menos para el que la estaba narrando. “Back in my day…”. Los gringos, como personas decentes que son, o sea, blancas, hacían muy bien el papel de reírse con auténtica alegría mientras se quitaban los desperdicios de pavo de entre los dientes con la ayuda de un palillo de picar olivas o derechamente seda dental. Mirada a mi plato de cartón donde mi presa de pavo se mantenía intacta. ¿No te vas a comer eso? ¡está muy bueno! No, gracias, no me gusta el pavo. De un manotazo alguien llamado Brian (¿O Mike? ¿Kevin? ¿Ben?) me arrancó la pierna dorada y grasienta y se la zampó de un viaje. Así de buena estaba. También aprovechó la ocasión para rellenarse de ensalada de pepino y otra más elaborada a base de nueces, duraznos y albaricoques, propuesta incómoda pero magnífica desde el punto de vista estético y cultural, cortesía de una nuera con estudios avanzados en literatura inglesa en una universidad pública, las Ivy League son del suburbio East Ferry. El gringo satisfecho se llenaba de bebida y gruñendo se sobaba la barriga que comprometía severamente la integridad de sus pantalones de gabardina. De jóvenes son todos apuestos, como de revista, mientras que de viejos, una vez casados y realizados materialmente (o sea, personalmente) se permiten engordar para arriba y para abajo, de izquierda y sobre todo de derecha ¿Y yo? Paseo rápido por el resto de la gran maison. Me daba vergüenza usar el baño próximo cuyas paredes de utilería no prometían aislar los ruidos internos de mi estómago vacío pero atolondrado.
Un enorme salón que hacía a la vez de comedero y estudio con dos computadores Apple de escritorio. Nada interesante. Abajo, en el enorme sótano, un grupo de mujeres se solazaban con películas navideñas de los años 60 –las actuales parecen descolocar la estética rubia– proyectadas en un televisor del tamaño de toda una pared. Al otro lado los niños y niñas de la familia jugaban con los desperdicios de la infancia de las hijas menores del patriarca de esa casa fea, que con sus dieciséis años a cuestas (son gemelas) estaban más preocupadas de los consejos de consumismo de Jeefree Star y James Charles, que guiaban sus vidas, que de las muñecas y de la inocencia y personalidad que alguna vez se proyectó a través de ellas. En Chile las cuicas le compran la dichosa muñeca American Girl a sus niñitas cuando parten en masa a Miami para enchufarse en Disney o en el horripilante mundillo del outlet desde donde traen toneladas de baratijas que en Santiago son carísimas, ellas ahorran. Acá las tenían amontonadas junto a todos los tipos de Barbie y juguetes Mattel que uno pueda imaginar. Chile en verdad es bastante pobretón. Justo debajo de la escalera, una regia casa de muñecas del tamaño de una vivienda social de las que inaugura el Techo y que según me informaron, fue diseñada junto a la casa y su estructura de baquelita. Le exigieron al arquitecto que incorporara el ala de recreo y solaz para las niñitas que aún no nacían pero que daban puntapiés en el vientre materno forrado en el vestido blanco de mal gusto que se usó para el matrimonio por la iglesia. Apenas salieron disparadas de la clínica las rubicundas infantas fueron a dar a su reino de American Girl, Bratz y osos de peluche. Los niñitos se distraían en otras ocupaciones, en el Wii, en el sistema de VR o dándole al concreto de la calle impoluta con la patineta.
No lo pasé nada bien en la dichosa fiesta de Acción de Gracias, donde, dicho sea de paso, no se dio las gracias por nada. Estaban atiborrados de todo, si a alguien hay que agradecer, es al banco, a la gasolina, a la tarjeta, a Uber, a General Motors. Apenas escucharon mi “bye, thank you for everything”. Alguien me regaló una bolsa ziploc repleta de desperdicios porque es tradición. Algunos cantaban canciones al ritmo de unas guitarras que ya me tenían mareado. Pensaba en Chile y los fines últimos de una economía organizada hasta el último punto a fin de enriquecer a un porcentaje mínimo de la población y mantener al otro ilusionado con la falsa promesa del ascenso en la escalera social… para ¿qué? Contemplando los videos que circulan en internet de la gente que va a manifestarse a los malls y sus defensores que gruñen y espetan a voz en cuello “váyanse a su población, rotos de mierda”, me queda claro que el objetivo es parecerse a esta coreografía cultural donde no se toca ni un solo tema profundo, no se vayan a enemistar los parientes republicanos con los demócratas y se vaya al diablo la francachela. ¿Casas de suburbio? ¿Tres refrigeradores? ¿Cuatro televisores? ¿Chimeneas que no se encienden? Si ese es el destino que se busca, prefiero mirar hacia otro lado… ¿hacia dónde? Ni idea. Cuando llegué a donde me hospedaba, tuve que meter mi ropa de lucir, mi sweater de cachemira, mi camisa italiana, mis pantalones a la medida, en una bolsa sellada porque olía a pollo frito, grasa, tocino, asado al horno. Ahora estoy de regreso en la ruta con la certeza de que estoy yendo, sí, pero sin un destino claro dibujado en el horizonte donde no se logra ver mucho porque la nieve ya está cayendo copiosa sobre las montañas de Pennsylvania, los edificios corporativos, las chabolas erigidas fuera del límite urbano para que no estropeen la impresión global del progreso. La mentada belleza americana.
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