Hace un par de años un amigo me preguntó si yo lo encontraba muy negro. Así, sin más. Yo estaba comiendo almendras desde un paquete reciclado con sobreprecio –la conciencia ecológica también es una cuestión de bolsillo y lucha de clases– y me atoré un poco. “¿Qué cosa?”
- Eso, si me encuentras muy negro
- No, o sea, no eres negro… eres ¿Latino?
- Ah, gracias
- ¿Por qué la pregunta?
- Es que mi hermana y yo siempre nos hemos encontrado muy negros, no sé, como para ir a una tienda cara o un restaurant…
- Qué montón de mierda.
La conversación siguió su curso natural, es decir, algún tema profundo mezclado con banalidades y opiniones maliciosas respecto a alguna gente conocida por la que sentíamos poco respeto, sino el mínimo aceptable antes del ninguneo o una sonora cachetada. Pero el asunto del “color” me siguió dando vueltas. Durante días. Es decir, yo soy moreno, pero ¿y qué? Es el color de piel y punto. Comparándola con la de mi amigo, no eran tan diferentes, quizá la mía un poco más clara por una sensibilidad especial al sol, pero básicamente éramos chilenos del montón, lo que significa morenos. La clase alta del país a menudo se siente (y es) rubia y de ojos claros. Mi hermano y mi hermana lo son en cierta medida, lo que al primero le ha reportado sendas arrugas desde la adolescencia. Mi hermana tiene a la industria cosmética normalizadora de su lado y en orden alfabético en algún Sephora, con el abanico correspondiente de cremas, primer y bases compactas que rivalizan entre sí para ofrecer lozanía eterna y un delirante estancamiento en los veintitantos. ¿Mi madre? Blanca y se tiñe el pelo rubio. ¿Mi padre? Moreno como yo. En mi familia el color jamás ha sido tema a debatir salvo para criticar el racismo, de modo que el comentario del amigo me causó extrañeza. Traté de “aliviarle” la carga de sus pigmentos indeseados un día sábado que, caminando por la preciosa calle Lastarria donde solía vivir, me topé con mi amigo y otros dos que por ese tiempo estaban casados y en cuyo juicio solía confiar ciegamente. Entonces escupí: “No me pregunten porqué estoy preguntando esto, solo respondan de manera objetiva ¿Lo encuentran muy negro?”. Respuesta: “No, ¿normal? ¿chileno no más?”. Yo: “¿Viste? Son tonteras tuyas” (en todo caso, como si ser negro fuera algo malo). Ante mi absoluta perplejidad –yo sólo quería ayudar– el amigo en cuestión se enfureció al punto que no me ha hablado más desde ese día. Como soy infantil, atolondrado y consentido, me costó entender que haber expuesto sus inseguridades ante la opinión de terceros era ventilar más su devastado amor propio y disminuir la autoconfianza a niveles peligrosos. Esta conclusión me la hicieron ver hace un par de semanas y el incidente del color ocurrió cuándo ¿en el año 2017? La verdad es que es bastante usual que meta las patas hasta el fondo. ¿Qué puedo hacer? Cuestión de personalidad y carácter despreocupado.
Pero bueno, hablemos del color.
En India, Bangladesh, Pakistán, pero también Burkina Faso, Costa de Marfil y Angola, la cuestión del color de piel es tan importante que la gente se baña, literalmente, en lejía a fin de lucir una tez más blanca que los impulse en la escala social tendiente a la pigmentocracia. Cuando trabajaba con un grupo de hippies en La Universidad de La Tierra, en el norte de India, foothills of the Himalayas, veía como Sima, una india preciosa de Jaipur, se esparcía polvos de talco por todos los lugares que su Sari no lograba cubrir. El resultado era algo perturbador: su piel exhibía una textura similar a los “berlines”, ese bollo frito que rellenan con dulce de leche y espolvorean con azúcar impalpable y que en Janucá se comen por montones, los dichosos sufganiyot. En los hoteles indios siempre hay agua de jazmines o sándalo, shampoo, gel de ducha… y talco. ¿Será para tanto? Bueno, en Estados Unidos matan a gente negra por el color de piel, que se asocia al bandidaje como intuición primaria. Si el sujeto en cuestión tiene dos doctorados o trabaja honradamente en algún lugar, eso no tiene la más mínima importancia. En junio me pasé una tanda en Pennsylvania en un pueblito de clase alta rodeado de suburbios: a la misma hora que yo iba quemando calorías en mi rutina de trote diario, la policía mataba a tiros a un muchacho negro que no lograba entrar a su casa por la vía principal porque olvidó las llaves. ¿Un blanco hubiera tenido el mismo destino? Difícilmente. Black lives matter.
En América Latina el color de la piel pesa y nos lo hacen saber desde las relucientes portadas de revistas de moda que contratan modelos holandeses, pasando por el gerente de un emprendimiento de publicidad que solo quiere contratar gente linda (blanca) hasta los empleados morenos de alguna oficina de Burocracia Estatal que desquitan la rabia acumulada con quienes son, al fin y al cabo, iguales a ellos. Porque es difícil encontrar a un “rubio” entregando pasaportes o barriendo la calle. ¿Quién ha visto a un Carabinero chileno rubio? Respuesta: nadie. Es un trabajo de clase baja, es decir, morena. Triste.
¿Mi caso? Como soy viajero constante y me FASCINA la experiencia de ser extranjero, creo que nunca he sentido de forma directa el peso de la discriminación por el color de piel: típicamente me toman por excéntrico o loco de remate. Pero seguro que la ha habido, de eso la menor duda. Desde el punto de vista académico soy especialista en filosofía antigua de modo que el tema del “privilegio” cutáneo no lo he estudiado en profundidad, salvo por un par de cursos de Feminismo y Teoría Crítica en mi universidad inglesa donde todos, salvo yo, eran blancos. Por mucho Gap Year en Papúa Nueva Guinea o Tailandia que tuvieran en el cuerpo, a mis compañeros y amigos les costaba entender que la desigualdad inmerecida (citando de memoria a John Rawls) de haber nacido de un color X facilita la vida a unos y entorpece la de otros definiendo el destino por mucho que se le quiera doblar la mano. Salvo yo que terminé trabajando con ella, ninguno entendía la crítica de Vandana Shiva a lo que llamaba la racionalidad patriarcal blanca. En Chile no es que los mapuches sean morenos, estén en desventaja y por lo tanto sean inexorablemente pobres, no señor: son flojos, alcohólicos, ladinos y resentidos. ¡Y resulta que la mayoría de la población desciende de la fusión castellana con ciudadanos indígenas! ¿Y los negros? ¿Qué es eso, por favor? En Chile, dicen, nunca los hubo. Recién el pueblo “blanco” se está acostumbrando con cierta resistencia a los altos y macilentos haitianos que, según la opinión pública, pensándolo bien, son “buenos por naturaleza”.
Hay miles de mecanismos de blanqueamiento simbólico a los que se apela a fin de arianizar la piel oscura, las mechas de clavo, los ojos color aceituna (decir “ébano” o “topacio” es demasiado cursi). Sin llegar al extremo del cloro y el talco, hay quienes deciden usar tal o cual artilugio para blanquearse, aunque sea por un ratito. Entonces hacen aparición la laca y el gel para mantener a raya las greñas rebeldes que se empecinan en alborotar la cabeza, contrario a la cabellera rubia que es fácilmente manejable y en el caso improbable de ser tiesa, bueno, tampoco luce tan mal, después de todo va acompañada de ojos verdes. Al que no le alcanza para laca siempre tendrá un limón a mano: ahí están los obreros de la construcción, de vuelta del trabajo, parados en el Metro –yo solo uso transporte público: observación participante–, olorosos a baño reciente, jabón en barra, desodorante Brut y pelo mojado que de vez en cuando deja entrever alguna pepita del limón que fue exprimido para vitrificar el peinado y así lograr un acabado decente para viajar presentables por la ciudad hasta llegar a casa. Claro, siempre y cuando no se detengan en alguna botillería donde estén transmitiendo el partido: hay quienes dicen que los señores prefieren sus vinos al encebollado con longanizas que se sofríe en los fogones de la cocina familiar, donde aguarda la prole morena junto a la mujer, también morena, en un barrio moreno de casas y calles sucias. A menudo piel oscura y pobreza van de la mano.
Cuando Marx y la muy relevante –hasta el día de hoy– Escuela crítica de Fráncfort describieron a la pequeña burguesía, esa clase parásita entre pobres y burgueses que por afán de soledad y abandono empatizan ridículamente con los valores de una clase alta de la que nunca formarán parte, se quedaron cortos con el análisis al ignorar el tema de la piel. Después de todo, eran alemanes y las gestas revolucionarias ocurrían en países de gente rubia, blanca, transparente como el papel celofán. Foucault vino a ponerle pelos a la sopa al desarrollar su teoría de los micropoderes que yo traslado al asunto del cutis. Este es un blog de viajes por lo que me remito a ejemplos vinculados a éstos y quizá resulta un tanto burgués hablar de la experiencia “del color” en el contexto de escalas, layovers y vuelos atrasados en aeropuertos extranjeros, pero bueno, a cada quien lo suyo, no me saldré de la línea. Y también para que vean cómo la experiencia del color es transatlántica.
Vamos a ver.
¿Lugar? Panamá. Allí está: el dependiente a cargo de vender carteras libres de impuesto marca Coach, Burberry y Miu Miu sonriendo a una alemana que no compra absolutamente nada al tiempo que ignora la presencia de un tímido boliviano y su examen exhaustivo de los objetos dispuestos al consumo suntuario, quizá a mamá le vendría bien un regalo de éstos, después de todo, el éxito profesional se está presentando de forma concreta y objetiva personificado en miles de dólares extras en la cuenta corriente. El dependiente mira con desdén y hace un guiño al guardia de seguridad, no vaya a ser cosa que el boliviano (o peruano, chileno, paraguayo, etc., son todos iguales, incluyéndolo a él mismo) vaya a robar algo. Finalmente el turista compra un objeto que el vendedor JAMÁS se podría permitir y ni la oscura tarjeta de crédito –que en el lenguaje bancario es el pigmento adecuado– logra suavizar la expresión de asco del empleado, ¿será robada? ¿de dónde habrá sacado dinero éste? ¿de la droga? ¿la coca? Es lo más probable.
¿Cuántas veces nos hemos enfrentado a dependientes sudacas que detestan atender a clientes… sudacas? ¿Indios que odian a indios iguales a ellos? En Nueva York, por ejemplo, son efectivamente los empleados latinos quienes con mayor énfasis dejan escupir su odio hacia quienes estiman como inferiores porque a fin de cuentas son iguales, al menos en forma. Como han sido toda la vida pisoteados, ahora es mi turno de devolver la humillación, no a través de la exigencia natural de jornadas laborales pagadas de acuerdo al esfuerzo, sino desquitándome con el que es igual a mí. Es un ciclo que Nietzsche llamaría “el eterno retorno de lo mismo”.
La pregunta es: ¿Importa el color? Por supuesto que sí. Pero en el contexto de una lucha contra la blancura que se promueve como el medio en sí mismo y ojalá el fin. El color a secas importa menos que un pedazo de madera podrida, a no ser que estemos hablando de cáncer a la piel y SPF (toda persona mayor de 20 años debiera estar usando factor solar 50 en el rostro si estima mínimamente la salud epidérmica). Como soy infantil y atolondrado, no se me ocurrió pensar que tal vez había herido al amigo cuya inseguridad de pigmentos expuse ante terceros con el único fin de echar abajo lo que yo creía era una falsa intuición y quizá algo más parecido a un prejuicio. Porque, diantres, efectivamente el color importa. Pero nunca para bien, siempre para mal. Un viajero chileno rubio tendrá mayores opciones de entablar un gracioso intercambio verbal con la policía de migraciones del JFK porque tiene el antecedente del color y porque probablemente tuvo acceso a mejores colegios y por tanto habla inglés. ¿La culpa la tienen los y las rubias? Por ningún motivo. El ejercicio debiera empezar por nosotros mismos. ¿Qué tal si dejamos de hablar del “negro” para decir amigo, de la “oscuridad del alma” o del “negro resentido”? Pequeños ejercicios para hacer el mundo un lugar más amable. Como dijo alguna vez Gandhi: sé el cambio que quieres ver en el mundo. Que así sea.
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