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  • Writer's pictureAnibal Venegas

Próxima parada: Rishikesh

Los viajeros que llegan a India lo hacen por razones diversas y contradictorias, sin embargo y a fin de cuentas, el Delta del Nilo nace de una fuente común desembocando más allá de Alejandría en las cristalinas aguas mediterráneas. O sea, todo termina de la misma manera porque nace de una fuente común. De uno u otro modo quienes van al Subcontinente Indio, al país “exótico”, la última hebra de la ruta de la seda, lo hacen amparados en el sueño de encontrarse consigo mismos, aun cuando para empezar jamás se hayan perdido. Tampoco es que se conozcan tanto, el viaje es caro y el que pueda permitírselo va a limpiarse la mala vibra en las sucias y turbulentas aguas de Kolkata después de alguna imperceptible acción social con las Hermanas de la Caridad. Motivado por una supuesta anarquía en mi Dosha, decidí escuchar a mis amigos Gareth, Emma y Patricia y ¡zaz! nos fuimos en masa a Rishikesh. La capital del Yoga. Redoble de tambores. Tiempo después me pasaría una temporada completa en esa pequeña ciudad, soñando, caminando, llorando, escribiendo, caminando y, oh, madre mía de mi vida, llorando una y otra vez. Pero lágrimas que valían la pena. Lágrimas que valen la pena ¿Sabían que las hay?


Recuerdo mi viaje hacia Dehradun varios meses antes, muuuucho antes de los murciélagos de la fruta, la agricultura orgánica, la compostera, los baños en valdes de agua fría, las tizanas calientes con limón y jengibre para engañar a don Aparato Digestivo que exigía sólidos y carne roja. Puerta de embarque en el Aeropuerto Indira Gandhi: un lote ecléctico de mujeres y hombres divididos entre el blanco absoluto del traje liviano de los europeos y americanos marca Zara o Céline (dependiendo del bolsillo del peregrino), y la explosión multicolor de los indios. Los occidentales hacia Rishikesh, los indios hacia la capital, Dehradun.


Rishikesh. What on Earth? Los Beatles la hicieron famosa luego de una pasada por el Ashram del Maharishi Mahesh Yogi, donde se supone compusieron el Álbum Blanco. El Ashram en cuestión está en ruinas, pero uno puede ir a pararse a un costado de los restos de mármol blanco y basura acumulada, hacerse la respectiva selfi y con suerte ver una horda de elefantes asiáticos porque la selva le roba espacio a la antigua civilización védica, de modo que hasta la lamentable carretera se oculta bajo el imperio de la hiedra, a veces venenosa. Casi nadie va a Dehradun y si lo hacen es para tomar los cursillos de Navdanya y Universidad de la Tierra, a varios kilómetros de distancia, a los pies de los Himalaya, en el Doon Valley. La ciudad es fea en niveles exacerbados y uno no va a desperdiciar rupias para comer en el Black Pepper para a continuación comprar un vestido fucsia en United Colors of Benetton entre la cablería, los basurales y los perros y sus babas con rabia. El objetivo final siempre es Rishikesh, con un caudal menos sucio en la porción que le corresponde del Río Ganges, aunque de cualquier modo acarrea las cacas de Haridwar, una de las siete ciudades sagradas del hinduismo. Entonces cualquiera que es alguien va a Rishikesh.

 

- Aníbal ¿Qué tienes? Te ves algo… ¿triste? (Patricia)

- La verdad es que estoy un poco cansado…

- ¿Por qué no sales de la ciudad? ¿Vamos a Rishikesh este fin de semana? Te lo pasas metido acá en la Granja, no es normal, a tu edad…

 

Lo de desmejorado era un comentario a propósito de mi aspecto físico, tema vox populi entre los pasantes de larga data y los indios, porque estaba adelgazando de forma acelerada. Aceleradísima. Absolutamente ninguna prenda de vestir me quedaba bien. Mis pantalones, mis camisetas, mis sweaters: todo parecía sacado del clóset de mi hermano mayor quien me supera en al menos veinte centímetros de altura. Y como no estaba ejercitando mi cuerpo en el sentido “deportivo” del término –el trabajo en la Granja hacía sudar más que un Spa– la piel fofa estaba cediendo y mis cachetes mofletudos parecían los colgajos del perro Droopy. El espejo devolvía un rostro cansado y feo. En la misma proporción que Gareth abría sus enormes ojos azules y sonreía estirando aún más su piel perfecta y amoldada a la estructura ósea de su calavera de ascendencia alemana, sueca y rusa, mis ojos se iban enterrando más y más y trataba de no reír porque se me notaba el cutis imperfecto de los pómulos caídos por culpa de la Ley. De Gravedad. O al menos eso creía yo. Pero de enfermedad no había rastros, es más: desde que llegaron mis nuevos amigos, la Granja empezó a parecerme algo “idílica” y ya no veía con desconfianza a las cobras que se me cruzaban en el campo de arroz basmati o debajo de los Mangos donde me sentaba a fumar o a repasar frases en hindi.


A veces me iba detrás de un árbol a escribir un diario de vida repleto de frases nuevas inspiradas en una tranquilidad y felicidad recientes porque por primera vez había personas reales que aparentaban estar interesadas en mí como una totalidad humana con sentimientos auténticos. Ohlalá. Me subía al tractor que transportaba el forraje para las vacas y el invierno se transformaba de pronto en primavera, machete en mano arrancaba las matas de cereal e imaginaba un cuadro de Seurat: de inmediato escribía que Patricia, Gareth, Emma y yo éramos figuras diluidas en el espacio y en el tiempo, cada quien entregado a sus labores vulgares, separados únicamente por la técnica del puntillismo. Uno en un costado sin hablar con el otro, pero unidos por la totalidad que representaba el conjunto pictórico, una falsa naturaleza muerta que en realidad estaba viva. Pájaros de diverso origen cortaban el aire sucio que en ocasiones se limpiaba con algún chaparrón, entonces el puntillismo cedía y nos volvíamos figuras de cera aromáticas, como los velones que compré alguna vez en Florencia en la iglesia de Santa María Novella, donde las fabrican desde el siglo XII. Gareth y Emma olían como esos cirios y escribía que eran personajes perfectos y que bien podrían dramatizar alguna obra de Rafael con música de Robert Schumann de fondo. Así de melodramático. Qué puedo decir: las desventajas de nacer con el corazón lleno de romanticismo en desconexión total con la cabeza socarrona que dejaba escupir chistes repletos de ironía, cuando en verdad me hubiera gustado decir frases de todos los colores y con olor a chocolate. Malditas contradicciones, malditos problemas de la niñez sin resolver. La vida tonta que todos tenemos por delante, sin duda.

- Bueno, vamos a Rishikesh.

Siguiente fin de semana. Viernes.


6 AM Old Shimla Road. Carretera desierta. Diablos. Sobre el asfalto derretido pasaba algún macaco indiferente ante nuestra presencia porque no se veían rastros de comida en nuestras mochilas Osprey susceptibles de ser robadas –lucíamos terriblemente occidentales–, donde metimos lo justo y lo necesario y nada más. En la mía iba el diario de vida, ansiolíticos, cámara fotográfica, lápiz, un pantalón extra, dos calzoncillos, calcetines, Kafka en la Orilla, mi iPod cargado de música. Ni idea que llevaban los demás. Patricia iba con una maleta de mano Burberry. Qué gente tan rara. En India si no es posible viajar arriba del autobús porque no queda espacio, siempre está el camionero simpático que invita a las mujeres a la parte delantera mientras los hombres atrás, junto a la carga que en este caso eran sacos de cemento.

 

- Dehradun

- Achha

 

Llegamos a la capital de Uttarakhand completamente sucios, aunque a Gareth la mugre le hacía destacar todavía más porque el polvo contribuía a la impresión global de su belleza extraordinaria. Algo así como una instalación de museo pijo: si Tilda Swinton se echó a dormir siesta en una caja de cristal en el MoMa, Gareth podría haber hecho lo mismo porque la inmundicia se transformaba en ironía pura. “Lo fenomenal después de todo” podría haberse llamado la obra. Patricia y Emma venían en perfectas condiciones, pero al vernos en tan lamentable estado –yo parecía mendigo local–, decidieron que lo conveniente era alquilar un taxi y llegar a Rishikesh cómodamente, si al fin y al cabo dormiríamos en una habitación compartida, un pequeño lujo valía la pena. Así terminamos dentro de un jeep Mahindra que zigzagueaba entre el gentío, las vacas, las motocicletas y los Tuk-tuk de la Rajpur Road hasta abandonar definitivamente la ciudad para meterse en un camino de doble vía rodeado de selva y señales de “Elefantes en la ruta” y repleto de hoyos y nula planificación estética y vial.


Los macacos se paraban a la orilla de la sucia “autopista”. Cada tantos metros algún accidente entre vespas o tolvas cargadas de heno totalmente repartido en el suelo. Algunos muertos, otros vivos. Ausencia total de cuerpos de rescate que probablemente confiaban en la rueda de la reencarnación, para qué gastar en insumos médicos si el alma del fiambre humano ya debe estar naciendo en la forma de un bebito mimosin en el seno de una familia multimillonaria de Mumbai, en el lado de la ciudad donde la electricidad funciona día y noche. En los bosques vivían tigres y según contaba nuestro chofer y su inglés precario, la versión negra también conocida como Pantera. Lo peligroso era encontrarse con elefantes porque en verdad detestaban a los humanos, locales o extranjeros, dejando caer sus pesadas patas sobre lo que se les viniera en gana y atravesara por delante. Babuinos y serpientes, murciélagos de la fruta, gentío disperso, mujeres llevando la cesta de la compra sobre la cabeza, familias enteras amontonadas en las pilastras de algún puente, grupos reunidos alrededor de un brasero donde ardían pedazos de madera húmeda que contribuían a la contaminación y a la inevitable pestilencia. Tardamos dos horas en llegar. Rishikesh, la ciudad, era un lugar sucio e irrelevante donde no valía la pena detenerse demasiado tiempo. Nosotros íbamos a los Ashram a las orillas del Ganges. Nuestro hostel estaba emplazado en el corazón de Laksham Jhula, la parte norte del conjunto de centros de meditación y belleza que se repartían entre éste y Ram Jhula, el más serio y consagrado a la práctica del yoga, con su imponente dios Shiva en tamaño poste de alumbrado público en el medio del agua. A lo largo del correntoso río Ganges, en los Banks, una pila de escalinatas que separaban la “playa” del río, tomaban su baño sagrado los Sadhus, hombres viejos con la cabeza llena de dreadlocks y traje anaranjado, que en teoría constituían la logia espiritual más sabia y hermosa de todo el planeta Tierra.


Bueno, ya estábamos en el hostel.

Se trataba de un conjunto de habitaciones en el interior de un edificio verde que había visto el agua y la escoba muy probablemente en el año 1983. La suciedad trepaba por todos lados, lo que no incomodaba a la clientela del lugar que en su absoluta y abrumadora totalidad estaba compuesta de gente europea y norteamericana. Tal vez rusa, de Japón y de Corea del Sur. Incluso el chileno que me topé: rubio, alto, ojos claros. El gusto de la burguesía occidental por ir a jugar al pobre durante una temporada para a continuación ponerse de vuelta en dirección al camino correcto, es decir, la gerencia o la jefatura. O el emprendimiento hippie, claro, pero refinado, que ofrece tchai y samosas a la concurrencia blanca que gusta de comprar seda de comercio justo. Porque resulta que el hijo menor de la familia resultó un desastre para la suma y para la resta, qué decir de la lengua castellana y la ecuación de una incógnita. Hay que hacer algo con él sino se va a meter más en la droga, opinó alguna vez el Padre en la soberbia mesa de ébano que se viste de gala cada domingo para la reunión familiar donde se intercambian las experiencias vividas de lunes a sábado, que normalmente tienen que ver con haber comprado algo o hablar maliciosamente de la mejor amiga que cayó en desgracia. Y ahí está el palurdo. Padre y Madre decidieron: India. El niñato relinchó como un caballo porque de verdad tiene ganas de ir allí donde la miseria abunda y donde él por derecho y aspecto ya cree pertenecer. Desde luego no viviría jamás en un lugar de esos, qué asco, pero la experiencia servirá de algo, no todo es lujo y consumo suntuario, eso para los viejos, la juventud hay que vivirla como se supone debe ser vivida, es decir, ni idea cómo. En India renegarán de la burguesía e intercambiarán información valiosa con otros peregrinos que llegan a Rishikesh para aprender a hacer Yoga como Dios –sin género, of course– manda. Las mujeres se decantan por los masajes faciales y descontracturantes. Mis amigos y yo queríamos fumar mariguana y comer bollería en la afamada German Bakery, al otro lado del río, con una soberbia terraza que Lonely Planet adula sin cesar.


Los "Banks" del Ganges

Contraria a la creencia repartida entre mis amigos y compañeros de labores que pensaban erróneamente –y no obstante mis correcciones y aclaraciones– que yo venía de una esmerada educación Waldorf y una pesada carga burguesa que no se me quitaba ni con lejía, de todo el lote de la Granja, yo era el único que había pasado por la experiencia de la pobreza. Pobreza latinoamericana, miseria, es decir: los mismos zapatos durante años, ropa heredada, calcetines y calzoncillos remendados, absolutamente nada de juguetes, absolutamente nada de restaurantes tipo Chuck E. Cheese’s celebrando con alegría y solaz el cumpleaños número 9, nada de pasteles multicolores o salidas a la inexistente casa de la playa. Con el tiempo el destino quiso que mis padres no tuvieran vida y se dedicaran a trabajar a lo bestia y transformarse en empresarios para regalarnos a mí y a mis hermanos la mejor educación que se podía obtener y ciertos lujos que llegaron de forma tardía, pero los tuve, al fin y al cabo. Por eso no me causó tanto espanto la horripilante habitación en la que dormiríamos, los hombres en la de la derecha, las mujeres en la de la izquierda. Patricia, inglesa de Notting Hill, vivía en Nueva York en el Upper East, cerca de la 72 con la Quinta. Emma desfilaba para Chanel, Dior, posaba junto a perfumes de Guerlain y ungüentos La Mer. Gareth conoció al príncipe Carlos y la duquesa de Cornualles en una partida de polo de modo que cuando aparecieron en la Granja no entendía mi aturdimiento ante la presencia de la “decadente” aristocracia que él despreciaba desde el punto de vista cultural. Así pues, ninguno estaba preparado para dormir en ese chiquero donde se supone había camas. Porque una cosa era la rusticidad de la Granja y sus colchones rellenos de alfalfa, y otra eran esas mini vacaciones a lo Simone Weil, con quien comparaban mi “espíritu”. Un halago, en teoría. Como pobretón desconfiado yo traía conmigo un spray Lysoform que de acuerdo a su etiqueta eliminaba el 99,9% de las bacterias, pero ¿Qué hacer con las pulgas y las garrapatas? ¿Y las ratas negras que parecían corceles? Dejamos nuestro equipaje encadenado a las patas de fierro de mi cama (la única que ofrecía dicha garantía de seguridad) y salimos a estirar las piernas. La ciudad estaba consagrada a la promoción del Yoga con sus esvásticas originales, pero lo chocante no eran los símbolos que inspiraron la estética del nazismo, sino la masa rubia que atiborraba cada rincón, cada esquina, la punta norte y la punta sur del puente colgante que unía nuestra porqueriza con el otro extremo del río y que en ese entonces estaba aún en funcionamiento. Solo los macacos que colgaban del cablerío ofrecían un panorama “original”. ¿Qué haríamos allí? ¿Por dónde empezar? Camino hacia el puente una joven pelirroja se había quitado todo lo que llevaba encima mientras un indio exhibía sin vergüenza una lamentable erección. Y se supone que era Sadhu. ¡Bah! no había de qué preocuparse, no señor, porque nos esperaban días de confesiones, descubrimientos, risas y lágrimas de cara al atardecer en la Ciudad donde el cielo anaranjado bañaba mi cara llena de sosegada alegría, creyendo que tal vez nuevamente llegaría la oportunidad de ser un tipo feliz, como siempre le prometo a mi mamá...

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