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  • Writer's pictureAnibal Venegas

Los Apellidos

Escuché en Redes Sociales hablar de “horribles desigualdades” y “Municipio y Asamblea Constituyentes” a un ex vecino a quien solo un par de meses atrás le temblaba la voz pronunciar apellidos criollos como el mío: tengo el atrevimiento de no ser ni Errázuriz, ni Lynch, ni Balmaceda, ni mucho menos Aldunate. Para este señor yo solo era Aníbal, a secas. “Como dijo él”, “así lo explicó el Aníbal”, “oye, tú, chico ¿Aníbal? ¿Tienes un encendedor?”. Porque no iba a ir él a malgastar saliva en escupir el potpurrí de vocales y consonantes que conforman mi español, común e intrascendente Venegas cuando ahí mismo, en las reuniones del “comité”, tenía: Valdivieso, Bulnes, Costabal, Errázuriz, Matte. Todos con parentela rancia de la que hablar cuando algún tonto pregunta ¡Y qué decir de sus increíbles pero auténticas vidas de barrio y que el viejo recita de memoria! Vidas que incluyen, cómo no, la panadería masamadre de la vuelta a cuyo dueño describen con nombre completo, RUT y colegio, y al de las verduras, don “Raulito”, así no más, sin aspavientos, demasiado moreno, demasiado oculto entre la pesa, la chalota y el cilantro, pero igual de indispensable que el Lysoform, el Quix, el cuscús o el dato del maestro de los termopaneles.


El tipo es chico y macilento, como quien escribe, aunque claro, yo no ando todo el bendito año con el mismo bluyín y la camisita de cuello vuelto untado en Maizena Dropa. “A lo mejor es austero” pensé cuando recién lo conocí. Su señora, una vieja de piel quemada por el sol (de azotea), era otra que se allegaba a la sombra de los vecinos que ella juzgaba como “refinados” y con quienes se sentía profundamente identificada, a pesar de lo deslucido que se veía su Hyundai 99’ al lado del centelleante Land Rover de la vecina emparentada con Andrés Bello que adulaba sin cesar. ¿Y éstos vienen a hablar de asimetrías sociales? Vamos a ver.


Probablemente aburridos en la soledad de su departamento “versión desde” ubicado de forma azarosa en la misma cuadra de los edificios elegantes del Parque Forestal y donde aún residen familias patricias (quienes no están ahí se sacaron el salvoconducto de Mudanza y pasan la cuarentena en Catapilco, la forma abajista de decir “Zapallar”), esta versión posmoderna de los “Eguiguren” decidió largarse a hablar del “pueblo” al que peligrosamente tienden a pertenecer. Una cuestión de pigmentos, ropa, accesorios y, sobre todo, recursos económicos. De toda la cuadra son los únicos que toman las líneas 2 y 4 del metro de Santiago. Se cuelgan la BIP al pescuezo como si fuera un collar de perlas, y no, no aplica la máxima de Mademoiselle Chanel lo que importan no son los quilates sino la ilusión. Aquí el oro vale mucho y ojalá fuera un grueso diamante. El arte está en hacer que no se note, claro está. El dúo en cuestión se encarga de hacer brillar el cobre a kilómetros de distancia. Qué va, millas náuticas.


Se emplazan de lleno en el limbo. Él: profesor “taxi” en universidades y centros de formación técnica. Ella: funcionaria del poder burocrático con contrato indefinido, lo que le permite reunir las liquidaciones de sueldo suficientes para costear el arriendo de su departamento. O al menos satisfacer los caprichos capitalistas del casero, oculto tras el logo cosmopolita Engels & Völkers. Seguramente las mascarillas sanitarias les roban identidad y necesitan sí o sí mostrarse al mundo vía Zoom, de otro modo es imposible justificar su propia presencia. En la farmacia no son reconocidos como respetables vecinos del lado ricachón del casco histórico de la ciudad, mucho menos en la cola del supermercado o en la charcutería de delicatessen de la vuelta donde fantasean con el foie gras y el queso suizo. Lo único que pueden permitirse es un cuarto de mortadela. Y dos marraquetas.


Cuando no están redactando cartas al diario, escriben furiosas misivas dirigidas al alcalde de la comuna, ya sea para reclamar por tanta miseria y olla común, como también por la ciática, la horripilante gota, el valor de las paltas, las temibles arañas vasculares, la concupiscencia desatada en el Parque de enfrente. Tienen una necesidad imperiosa de comunicarlo todo a la HUMANIDAD y como no hay familia propia anunciando nacimientos en clínicas alemanas o matrimonios concertados a los que acudir, escriben y ruegan para que les publiquen sus cuitas. El viejo opina: al parque se va a pasear y a discutir la vida de Gertrude Stein, ¿No es verdad, Fran Subercaseaux, Luchito Risopatrón? ¿Qué opinas tú, Candelaria Bolados de Echaurren? Cómo le gustan los apellidos “finos” al pedazo de animal.

Quieren vivir ahí... y no

Siempre quise averiguar la forma en que vivían los parvenu, su casa por dentro, comprobar la calidad de los muebles y la nutrida biblioteca de la que el viejo hacía tanto alarde… y sin que nadie le preguntara. Me sentía como en la película Dans la Maison, pero carente de planes académicos y culturales que satisfacer más allá de la llana y vulgar curiosidad. En Chile lo llamamos Copuchenteo. En fin, soy copuchento. Y en retrospectiva, porque hace dos semanas me fui del dichoso barrio.


Porque… a ver, perdón…


¿Los mismos que se asquean por apellidos que pecan simplemente de comunes, ahora de pronto demandan Asamblea Constituyente? ¿Admiración por los Pueblos Originarios? ¿Piñera ándate para la casa? ¡La cara dura que hay que tener! ¿Cuántos de esos habrá ocultos tras eslóganes del tipo “justicia social”, “igualdad, paz y fraternidad”, “el derecho de vivir en Democracia”? Por lo que he podido comprobar, bastantes. De ahí mi eterna sospecha que ahora se acerca peligrosamente a la desconfianza. Porque conozco demasiados personajes de esa ralea, lo puedo afirmar. Experiencia sensible nada más, eso que denominan “calle”.


Resulta que un día me “convidaron”–como dice el viejo– por error a un tecito matutino en su departamento, so pretexto de la visita de una ilustrísima y honorable senadora con antepasados impresos en libros de historia que quería oír de primera mano los diversos sufrimientos de la ciudadanía, representada simbólicamente por el Parque. Porque para cierta gente todos los problemas de Chile se ocultan en las copas de los árboles de ese “pulmón verde” que en cualquier lugar no es más que un bandejón central. Irían un par de vecinos también, quienes normalmente le hacen el quite a la dupla. En verdad resulta algo molesta su pegajosa ladinería, como si por el mero hecho de tratar de hablar en el mismo tono de los glamorosos de al lado a la vieja le fueran a llover descuentos en viajes Cocha, membresía en el Balthus y una cartera Prada de yapa. Pero no. Debe conformarse con lo que le corresponde, es decir, paseo dominical alrededor de la manzana, idas y venidas a Patronato y los muy coloristas y floreados diseños Lorenzo di Pontti. No le queda de otra que declararse de izquierda. La vecina fina del departamento de 400 metros cuadrados usa ropa a la medida “Click” que según ella cuesta apenas dos pesos o bien la heredó, igual que sus pantalones de gimnasia marca Rapsodia. Otra ganga.


Racconto descrito en tiempo presente.

La reunión era a las 11 de la mañana, hora de flojos. Hmm… debiera recordar con más cariño mis tiempos de “antes” ahora que no puedo salir ni a la esquina, pero qué le voy a hacer, soy hizo inconformista y resentido. Ábranse las puertas del otrora edificio de viviendas sociales actualmente reacondicionado para albergar familias en ascendente espiral burguesa y deseos Vitacurescos, excepto por quienes llegaron para quedarse a regañadientes y que encima tuvieron que tragarse todo el Estallido Social porque no tenían dónde ir.


Ascensores viejos, pasillos oscuros, puerta de madera con estructura de cartón corrugado. El estuco de las paredes aún evidenciaba el paso del terremoto de 2010 y por todos lados había cartelitos escritos a mano invitando a los residentes a pagar los Gastos Comunes, de otro modo las amenazas de cortes de servicios básicos se concretarían en el mínimo plazo. Qué elegancia la de Francia. Se oyó un ruido: nos dio la bienvenida un sonriente dueño de casa, la improvisada Clarissa Dalloway que ahora nos invitaba a atravesar el minúsculo hall de acceso y ya, adelante, vayan pasando, tomen asiento por aquí y por allá, Gregorio Irarrázaval, Jose Joaquín Lecaros, Rosita Aldunate, cómo están, ¿¿Aníbal??


Los comentarios sobre el decorado interior no se dejaron esperar porque, como siempre, la gente cree que debe criticar positivamente lo que ve dentro, aunque solo haya una proliferación de baratijas. El escritorio no está aquí sino en su propia habitación como debe ser, aclaró el dueño de casa enseguida, tengo el computador en el living porque así estoy más cerca de mis amados libros [editorial Ercilla] y de la cultura occidental. ¿Y en cuál de las tres puertas estaba el supuesto estudio del señor decimonónico? Es decir, solamente veo las puertas del baño, dormitorio y cocina. Tampoco había pretexto para el comedero y el refrigerador metidos ahí dentro, muy decorado este último, pero al fin y al cabo armario de salchichón, el kilo de margarina untable y dulces chilenos de San Camilo, que su propietario trató inútilmente de hacer pasar por la refinada panadería masamadre que según él visita a diario. Y ni hablar de las Bezanilla, sus intimas amigas.


Algo insólito martillea en el interior de la cabecita de la pequeña burguesía que le impide deshacerse de desperdicios y envases. Lo organizan, guardan y apilan todo. El viejo no me quiere ver aquí, pensé, porque cree horrorizado que el movimiento vertiginoso de mi retina critica sin piedad el aluvión de sobres de cobranza de multitiendas de las que uno no puede presumir –Hites, La Polar, Corona– justo ahí, encima de una mesa comprada en cuotas. Recientemente. Elefantitos y enanitos de porcelana, asimismo zapatitos con sus respetivos cordones dorados, una janukia plástica llena de polvo, paños a crochet dispuestos sobre todo lo que pueda cubrirse. No existía ni un rincón de ese lugar que no estuviera protegido o simulado con el arte de los palillos, por alguna extraña razón la mínima posibilidad de exhibir algo abiertamente y al desnudo vuelve loca a esta gente.


(En voz baja, casi inaudible) ¿Qué estará pensando la Rosita en estos mismos instantes? ¿Se estará burlando de mí? ¿Detesta los gobelinos? ¿Me estará viendo el zurcido de los bototos? Es decir, la reunión era inevitable y a ella había que “convidarla”, solo que a esta bruta le dije que escondiera los chiches de loza y los pañitos, ay por favor, té Orjas no, imbécil, por la cresta las obleas estaban al lado del hervidor…
(En voz alta) Perdón, Aníbal sé que tú viviste un tiempo en India ¿Les preparo un Tchai? ¿Alguien quiere obleas? ¡Obleas Alteza!

A nadie le importó el dichoso té, ni el valor sentimental de las alfombras sucias, ni las tazas “futura” que según su propietario constituyen la síntesis del buen diseño y la estética kitsch que él quería con todas sus ganas promover y conservar, como en el Museo Metropolitano de Nueva York, que en todo caso no ha visto nunca. La senadora revisaba a cada rato su iPhone, más preocupada de organizar Twitter y subir fotos de ella misma junto al lote de vecinos que de la decoración de ese lugar feo y los problemas que le enumeraban: porque una foto es más útil para que el país sepa que ella efectivamente solidariza con las causas ciudadanas como, por ejemplo, cuidar la Fuente Alemana del Parque, donde venden los más ricos sándwiches del universo. La Rosita anuncia que debe irse luego porque tiene un almuerzo en el Ambrosía bistró, y qué bien estuvo todo, gracias y hasta pronto. El viejo sabe lo que es el Ambrosía y declara que él siempre va a comer allí: de inmediato despliega un torrente de datos muy relevantes sobre el lugar donde está ubicado y acto seguido lo analiza desde la perspectiva del urbanismo crítico. Él sabe porque ha estudiado el vecindario en uno de sus múltiples almuerzos con intelectuales, él sabe porque en realidad ha estudiado el vecindario en Google Street.


Chile debe ser de los pocos países donde es posible armar la cartografía social con un solo dato: el apellido. Y a veces el sujeto que lo ostenta ni siquiera le hace “honor” a la riqueza y tradición que debieran acompañarlo, para indignación de algunos descerebrados como el izquierdísimo ex vecino. A mí me importa un comino. A todos debiera importarles un comino. Sin embargo, no es así. Por lo mismo no me ilusiono con discursos encendidos de gente vieja y gente joven que se amontonan en grupos surtidos que se conocen entre sí incluso antes de empezar a conocer. En un diario de circulación nacional preguntaban “¿Qué echarás de menos del Chile pre-pandemia?”. Pensaba en la respuesta al tiempo que caminaba hacia el supermercado cuando ¡zaz! me topo de frente con un edificio estatal repleto de consignas contrarias al gobierno. Destacaba en un rojo encendido la siguiente frase: “Izquierda y derecha son iguales, mejor los de abajo”. ¿Supongo que hay esperanza?

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