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  • Writer's pictureAnibal Venegas

Qué significa vivir en privilegio

Están los dichosos videos de Internet que circulan en los grupos de WhatsApp y otras redes sociales. Qué hay ahí. Gente –en su mayoría joven– tirando piedras a un vehículo policial sino derechamente a los carabineros y su estética tortuga ninja. En el contexto de la filosofía del revanchismo, por cada piedra e insulto recibido: lluvia de bombas lacrimógenas, patadas, jalones de pelo, palizas descomunales, disparos al aire con la esperanza de que vayan a dar al humor vítreo del ojo. Se cuentan alrededor de 200 perjudicados gracias a la espeluznante estrategia pacificadora. Quien mira dichos videos (si le interesa) incrustado en el living con vista al jardín semi-establecido de palmeras, madreselvas y helechos de una casita con terreno Enaco en la insalvable lejanía de la Dehesa seguro piensa: “esto debe ser un montaje”, “noticias falsas”, “nosotros queremos vivir en paz”. A veces gritan a la gente que va a manifestarse al Mall del barrio: váyanse a su población rotos de mierda. Una efectiva y poco empática formación académica en colegios de mensualidad UF otorgan ciertas cuotas de pensamiento no crítico, mucha desconfianza, hastío, asco. Uno se pregunta: esta gente ¿No se da una vuelta aún mínima por el centro de la ciudad? ¿Levantan el culo de la silla imitación Valdés? Su activismo se reduce a colgar una foto de una cinta blanca con fondo azul marino, promoviendo la paz y la unidad en el medio del caos de la Urbe.

El día lunes pasado tenía que volver de forma anticipada a mi casa para hacer la maleta de un viaje a Nueva York. Aproximadamente las 4 de la tarde. Ahí estaba: el grupo de Fuerzas Especiales ordenados como para el mundial de Gimnasia Rítmica ocupando la calle Merced, justo antes de convertirse en Ismael Valdés Vergara, lugar de residencia de los vecinos ricachones del centro. Pero en lugar de cintas, mazas y aros estaba el arsenal para castigar disidentes. Justo antes de cruzar la calle Purísima, frente al rayadísimo Palacio Bruna, me encuentro con la escena: cuatro o cinco carabineros sebosos y blindados hasta los dientes le regalaban sendas palizas a un joven encapuchado más o menos de mi edad (con tanta bomba lacrimógena, casi todos somos encapuchados, no se puede respirar de otro modo) que pesaría poco más de 50 kilos y la absoluta y total incapacidad de defenderse. Junto a otros empezamos a gritar que lo soltaran, pero ya se aproximaba el guanaco y entonces pies en polvorosa. Al vernos, otra escuadra de la Paz comenzó a seguirnos y tuve que arrancar como pude y muy rápidamente. Gracias a Dios estoy bien entrenado en maratones. Fui a dar un respiro a una sucursal de San Camilo donde compré un berlín relleno de Nutella y coca light. Vuelta a mi departamento para organizar ropa. Y mi cabeza. Estuve a punto de cancelar el viaje, metí cualquier porquería en la maleta e incluso llamé a la aerolínea para saber si estaba a tiempo de modificar fechas. Encontré sosiego en el Ravotril, amigo íntimo de quienes vivimos en las zonas de conflicto donde se gestan batallas horrendas en honor a las violaciones a los Derechos Humanos. ¿Y los deberes? Pregunta el facherío local con la boca fruncida y dando un respingo. “Porque este país está lleno de derechos, pero dónde están los deberes”. Esta gente se solidariza más con el vidrio, el metal y el concreto del armazón corporativo emplazado en el sitio donde antes había un edificio patrimonial que con la vida humana. ¿Qué es el sentido de la Visión al lado del bandidaje que nos quiere dejar sin Líder, sin Costanera Center, ¡sin Ripley que se presenta en los hogares en la forma de baratijas que engalanan un clóset feo de melamina horrible! Nada, absolutamente nada.

Para desarrollar la empatía hay que ser bastante inteligente porque requiere del uso de la imaginación. Y si no es posible imaginar, pues bueno, se es irremediablemente bruto. Yo pensaba ¿Pero en verdad esta gente de la “Plaza para arriba” (de ahora en adelante, Plaza de la Dignidad) es tan requetetonta o se hacen los huevones? Ahora, sentado frente a un Parque enorme rodeado de casas preciosas y sus correspondientes automóviles de lujo –nada de Kia ni auto chino, solamente Mercedes, Audi, Porsche y Volvo– me doy cuenta del terrible efecto negativo de la experiencia estética de clase media alta-alta. Simplemente lo vuelve a uno tonto. Cabeza de chorlito.

Para empezar el martes. Una vez desembarcado del avión que inmediatamente taché de rasca, penca, flaite, desde la clase Business hasta Cabina Económica (aerolínea tropical que sirve vino Misiones de Rengo, cerveza cristal y huevos duros junto a una ensalada que parece vómito) y habiendo respondido el cuestionario de migración, recogida de equipaje y acto seguido el Uber Jaguar del año hasta la casa de mi amiga que vive en el Meat Packing District, entre el río Hudson y el Memorial del 11 de Septiembre, ya me estaba quejando de mi “mala suerte”. ¿Cuánto voy a gastar para llegar a la Quinta con la 79, donde viven mis mejores amigos neoyorquinos que van a celebrar la fiesta de cumpleaños de un artista local, que encima es dueño de un gimnasio tipo Balthus? Además, estaba el tema de la ropa. Una mirada rápida en el espejo del armario de cedro y se devolvía una impresión global bastante lamentable: de dónde había sacado esos pantalones de franela, la camiseta pestilente que lucía bien en Santiago pero que en Nueva York es nada, y esos zapatos cómodos para ir en avión, desde luego era horrible la pinta que tenía. Dañaba a la vista. Y todo en colores hirientes. Cuando atravesé Policía Internacional en Santiago y me introduje de lleno al consumismo innecesario del Duty Free se me olvidaron todos los sinsabores de la reyerta chilena que en mi calle son pan de cada día. ¿Cómo iba a pensar en barricadas y lacrimógenas rodeado de tanto glamour, tanto Gucci, Fendi, Escada? Promovido por el mismo apetito consumista que estaba deplorando hacía un par de horas, me compré Portofino Neroli de Tom Ford que cuesta más o menos lo mismo que el sueldo mínimo chileno, descontando el ahorro forzoso que va a dar a la bacinica repleta de caca llamada AFP. Camino a la puerta de embarque ya me estaba sintiendo culpable, sobre todo porque en Bogotá –donde mi avión hacía escala– compré provisiones de cigarros Camel por 27 dólares. Y entonces Nueva York, New York ¿Qué me pongo? Fui caminando hasta mi tienda de descuentos, Century 21, que solo vende marcas de lujo a precios “accesibles” para el arribismo. “No, 200 dólares es mucho para una chaqueta Michael Kors que encima deploro desde el punto de vista cultural”.

Me estoy convirtiendo en un monstruo.

Ida al “uptown”, conversación muy a la pasadita respecto a lo que estaba ocurriendo en Chile –por alguna extraña razón los chilenos tendemos a creer que nuestras cuitas son cuestión de suma importancia global–, alabanzas a mi intelecto y a mi nuevo sombrero de “Donde Golpea el Monito”, y una discusión en extenso sobre un viaje en yate por el mar mediterráneo, “y a ver si nos alcanzan las energías y el tiempo para llegar a Israel y tomar el sol, pero con eso de los bombardeos…”. Mis amigos norteamericanos y los suyos son del tipo de gente que en caso de estallido social simplemente se cambian de país y listo. Me despedí luego y empecé el roadtrip que incluyó cinco horas arriba del minibús GotoGo conducido por un fulano y sus 200 kilómetros por hora. Fuera del terminal –el estacionamiento de un resplandeciente Walmart– me esperaban mi cuñado y mi hermana en su Volvo “muy sobrio, para qué gastar innecesariamente” y fuimos a dar a su casa en los suburbios de una ciudad universitaria en Pennsylvania. Las casas son preciosas, blancas, se regocija uno solo viéndolas. Enormes, emplazadas sobre lomas verdes rodeadas de árboles que en verano se llenan de flores, autos de lujo amontonados en todas partes, capiteles corintio, jónico y dórico, gente rubia haciendo running matutino, perros de raza fina y carteles de “injury law”, porque si uno se saca la cresta frente a una de esas casas es posible demandar al propietario y quitarle hasta el último peso (dólar). Por lo mismo los gringos se preocupan de tener el césped impecable, asimismo los arbustos donde no hay presencia de ligustrinas amarillentas del tipo villorio floridiano, qué ordinariez, únicamente rododendros, rosales, pinos de decorar, abetos en perfecta armonía con las casas de cercas bajas de plástico y ventanas con persianas de decoración que no cierran.

Desde que llegué a esta casa lo único que pienso es en Aristóteles, Urban Outfitters, Ulta, Sephora, no engordar, hacerle fotos a un Amish en el “Farmers Market” o salir a tomar cerveza artesanal a alguna “brewery” repleta de gente viendo el “game”. ¿De qué otra cosa iba a preocuparme? Todo funciona como reloj Suizo. Por responsabilidad reviso la prensa, pero como se han puesto de acuerdo para publicar la menor cantidad de calamidades posibles, tiene uno la idea que el único problema del país (Chile) son los bribones cuya ocupación exclusiva es saquear el emprendimiento de la pujante clase media o los supermercados que parece que también existían en esas comunas remotas y oscuras como Conchalí o la Pintana, de las que uno se llega a enterar si se apunta a los trabajos de invierno y verano del Techo. Están los amigos que cuelgan videos de abusos policiales y el último reporte de Amnistía Internacional sobre violaciones a los Derechos Humanos –ninguneado por el oficialismo–, pero como no tengo mucho tiempo para revisar Redes Sociales, mi única experiencia real y concreta es: casas bonitas, gente bonita, autos caros, idas y venidas a tiendas preciosas y horas de gimnasio. Ayer casi me fui de espaldas cuando acompañé a mi hermana al supermercado y pude descubrir el último adelanto tecnológico: le entregan al cliente la pistola de escaneo de productos y uno va marcando solito el precio de las cosas antes de echarlas al carro, se paga al final. De vez en cuando pasada del robot que cuenta las existencias de alimentos en las atiborradas estanterías donde venden cosas de primera necesidad como bagels de color azul, iPads, tarjetas de Rosh Hashaná con 90% de descuento y batidoras Kitchen Aid. Si en una semana ya me he alejado casi totalmente de la realidad chilena, que vista durante la noche en Instagram casi parece una instalación artística digna del MoMa, ¿Cómo no van a ser inconscientes los hijos de la ricachonada que vive los 365 días del año absolutamente desconectados de la realidad? Entonces ellos ven la tele y desde luego se largan a pedir la Paz, que en verdad es el único estado natural que conocen.

Quitándoles algunos sectores “populares” (unos más que otros) ¿Qué otra cosa son Lo Barnechea y Vitacura sino copias picantes del suburbio gringo, pero copias al fin y al cabo? Y potenciadas gracias a la homogeneidad de sus habitantes, porque el sistema educacional al que acceden es directamente proporcional a la casa con mansarda y espacio para tres autos, la cocina de mármol, el piso del living hecho en ingeniería en madera, ventanas de termopanel, “master room” con closet de recorrer y baño con jacuzzi y dormitorio para la empleada filipina que le enseña inglés a los niñitos junto a la educadora de párvulos (la nueva nana chilena) y el fonoaudiólogo que se encarga de quitar el acento mexicano que los mocosos se pegan de tanto ver a la chancha Pepa. Una patada al niño cuando en lugar de decir “la hora del té” demanda una rica y contundente “cena”.

Antes de viajar me fui a tomar un sour catedral a un restaurant del barrio alto. La pareja de al lado, cuica y de izquierda, me decía que la única fórmula para sensibilizar a los cuicos era llevándoles la protesta a las puertas de la casa. Es decir, de la Plaza de la Dignidad al Portal de la Dehesa. ¿Será la solución? Ni idea. Porque de todas formas existe allí el rumor de que la otra gente no es en verdad “gente” sino lumpen, poblacionales, rotos de mierda. De momento repaso a Herbert Marcuse, Martha Nussbaum y algo de Judith Butler, de otro modo terminaré perdiéndome en la feria de las vanidades, junto a mi patrimonio neuronal.


Quieren volver a la Paz y a la Normalidad...

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