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  • Writer's pictureAnibal Venegas

Un Cabildo Ciudadano

A propósito de las demandas sociales que han sacudido al país atrayéndola nuevamente a la masa de naciones pobres y mal gobernadas a la que pertenece –nada de Oasis, nada de Suiza sudaca–, han surgido por aquí y por allá agrupaciones llamadas Cabildo. ¿Qué se pretende discutir allí? En síntesis: ideas, objetivos, horizontes, fines últimos, para hacer de Chile un país encaminado realmente en la dirección correcta, es decir, hacia la justicia, Chile como un país decente. O lo que es igual: sin la inequidad repugnante sobre la que antiguamente se predicaban cosas, manteniendo al sujeto de la oración (“la ciudadanía”) junto a un verbo en voz pasiva eterna. Los complementos eran absolutamente irrelevantes. No se trata del alegato marxista “dueños de producción versus proletariado internacional”, o quizá sí, por qué no. En cualquier caso, la ciudadanía es más humilde en sus requerimientos y pide, ante el espanto de los multimillonarios que rosario en mano se persignan una y otra vez (con la fachería pobre besándoles el culo), justicia, igualad, respeto. Eso involucra derechos, nuevas obligaciones del Estado y del Ciudadano, ideas, creatividad y argumentos que hagan sentido. Ante la actual situación de las cosas en casi todos los ámbitos que tienen que ver con gobernar bien una nación ¿Quién podría hacer alarde de un enorme PIB, si, por ejemplo, tener trabajo en Chile no garantiza abandonar la pobreza sino acaso llevarla a duras penas con mayor capacidad de endeudamiento gracias a la usura del retail y sus tarjetas? Respuesta: nadie. Pero los hay, qué duda cabe.

Resulta que me invitaron a uno de los tantos Cabildos Ciudadanos, el que corresponde a mi barrio, es decir, Parque Forestal, Bellas Artes y Lastarria. Con cierta resistencia inicial acepté apuntarme. En mi experiencia de vida fue como subirme a un avión por primera vez con destino a un país desconocido tipos Bután o Sri Lanka, de esos que hay que “ver para creer”. Con la mochila cargada de curiosidad y sin ningún prejuicio.

Ábranse las puertas de la Democracia entre el descalabro de carabineros y su ensañamiento contra la ciudadanía que teóricamente debieran proteger, y de repente, zaz, ahí está: debajo de los árboles del Parque, un grupo multiforme, jóvenes, señoras, mayores, con y sin afiliación política, tímidos y también parlanchines. Divididos en grupos de 5 o 6 debíamos explicar qué nos motivaba haber llegado hasta ahí y cómo pensábamos y soñábamos Chile, no el actual de inspiración decimonónica y alambicada, sino el del Siglo XXI. Toma. Aparte de un señor que hablaba hasta por los codos interrumpiendo a cada rato con observaciones de índole conspirativa –llegué a creer que podría tratarse de un paco infiltrado, sí, cuido mis ojos– y que constantemente caía en la delirante práctica del mansplaining, en verdad mi grupo funcionó en perfecta armonía. ¿Y qué es lo que me motivó a MÍ llegar ahí? ¿Ser joven y disconforme? Probablemente. Pero hay más. Sí, mucho más. Sobre todo, en relación a cómo se ha conducido la gente chilena en las últimas dos semanas. Han (hemos) aguantado, visto y sufrido: toque de queda, palizas, bombas lacrimógenas, incendios, militares, resentimientos violentos en la forma de Fuerzas de Orden y Paz, pájaros que caían inertes desde las copas de los centenarios árboles del Forestal tras ser sometidos a improvisadas cámaras de gas gentileza de Carabineros, y lo más grave, violaciones sistemáticas a los Derechos Humanos. Porque hay heridos, personas que han quedado ciegas o tuertas, adultos y menores de edad sometidos a infinitos tormentos y, por supuesto, muertes. Nada de eso ha detenido el movimiento de la Ciudadanía. ¿Y yo? Quiero ser parte del zeitgeist, no contemplar, parafraseando a Hegel, el bosque “desde las alturas para hallar la salida” sino estar junto a los árboles que, en el caso de Chile, tienen raíces azules, el color de la tristeza y la nostalgia del Pueblo Mapuche.

Confieso que soy de carácter un tanto pusilánime y que me gusta la idea de vivir, aunque sea por un ratito, en un ambiente tranquilo, bonito, sosegado, multicolor y suave. Dada la naturaleza errante de mi personalidad, estilo y elecciones de vida, necesito tener al menos una certeza. Una sola. No sé, un olor, una funda de cabecera, una alfombra, algo que sea útil como punto de referencia, el touchstone que sirva para comprobar que tengo posibilidades de vivir decentemente hasta los 80 años y ojalá más. Participar en las manifestaciones, en el espacio público de forma individual unido al colectivo o en la circularidad del Cabildo, no solamente es divertido y hasta “punk”: es indispensable. Sobre todo, cuando es la vida misma y lo que hace que valga la pena vivirla está en juego. Así es como he cultivado entre mis pares una imagen desencajada de alguien un tanto infantil, poco serio, idealista, atolondrado… y políticamente activo. Aún cuando mi voz, por formación académica e inclinaciones personales, tiende a la abstracción y a abordar los fenómenos como a los sujetos que los provocan con cierta distancia. Pero igual me lanzo al agua para chapotear un rato. Quien no se moja las piernas no cruza el río. Verdad revelada.

Hace algunos años participé en la protesta más grande en la que he ido a vociferar y a exigir. En esa ocasión, se trataba de la libertad de la semilla en el subcontinente indio y ojalá el mundo entero. Mujeres (el movimiento era eco-feminista), campesinos, estudiantes y un grupo de extranjeros levantando el puño pidiendo al gobierno ultraderechista indio que no permita a grandes transnacionales apoderarse del patrimonio alimentario en la forma de patentes con marca registrada. Todo muy tranquilo, muy de corte Gandhi, no se tocó una dalia, una flor de azahar, ni siquiera se arrojó una piedra. Claro, los indios no pedían otros cambios: están absolutamente convencidos de lo natural de la desigualdad. Dios –el que sea– se encarga de meterlo a uno en la reencarnación correspondiente que seguro será mejor. Una vez pregunté a una amiga india de clase alta y su doctorado en Antropología de la Universidad de Columbia: ¿Y qué opinas de los Dalit –los famosos “intocables”–? “Nada, el sistema indio hay que comprenderlo en lugar de criticarlo”. Choqueado por su respuesta, seguí en mis menjunjes cotidianos que ese día, en la Granja Orgánica donde trabajaba a los pies de los Himalayas, incluían construir una glorieta a base de materiales de fácil descomposición. Principalmente caca de vaca. Cow dung.

La experiencia la comparo inevitablemente con la que me ha tocado vivir estos últimos días de encierro involuntario en Chile, país que hasta hace poco había aceptado sin reservas la desigualad al punto de hablar de “los que viven de Plaza Italia para arriba y Plaza Italia para abajo”, o lo que es lo mismo, ricos y pobres, como un argumento sólido, dos más dos siempre da cuatro, una triste realidad real sobre la que uno no tenía que opinar más allá de algunas pullas emparentadas con el viejo y conocido resentimiento. Las cosas van cambiando y la deprimente élite (no sé por qué insisten en lo de “clase”) política sigue sin entender casi nada. Por cada exigencia: mayor represión. Aún no salen de la boca avinagrada del oficialismo las palabras “empatía”, “imaginación”, “reparación”, “igualdad”. En verdad, les da escozor en alguna parte del cuerpo decir a cuerpo suelto “justicia”, así, a secas, tímidamente se quedan en “mayor cantidad”, “mejoras en”. ¡Cómo nos aburren con sus tonteras! Y allí están, ojos al cielo, casi en trance, rogando al altísimo volver a la Normalidad de antes, la “republicana”, del supuesto Chile “sobrio”. El espíritu de la protesta es efectivamente romper con la norma establecida y crear nuevos rumbos. He ahí el norte: creatividad. De eso saben mucho en los Cabildos, inspirados, sobre todo, por el hito del día 25 de octubre. No, no era ningún “sale” para Halloween ni el magno eclipse que invitara a entonar el himno nacional. Tampoco algún triunfo en la gimnasia, la poesía o la retórica.

Y entonces: viernes 25 de octubre. Primavera con olor a gases.¿Qué estaba haciendo yo el día 25 de octubre del año 2018? Durmiendo en algún aeropuerto pasando el layover. ¿El viernes de 2019? Caminando junto a una amiga y un amigo en dirección a la marcha más grande que he visto en Chile. Casi rozando la cifra india y si sumamos las otras protestas que de forma simultánea explotaron en el resto del país, la más grande de todos los tiempos. Al menos en mi experiencia. Jóvenes, viejos, absolutamente todos los rangos etarios, absolutamente todas las clases, absolutamente todos los colores políticos, absolutamente todos los equipos de fútbol. Por ahí dejaban ver su pelo canoso y ropas de lino blanco inmaculado un grupo de hippies que limpiaban, pebetero eclesiástico en mano, el camino hacia la Moneda porque estaba atiborrado de malas vibras. Más allá las putas decían que el presidente no era hijo de ninguna de ellas. Grafiteros, saltimbanquis, ajedrecistas, bailarinas de ballet, una que otra Eugenia Kanaeva, sillas de ruedas, palos, banderas, canciones, guitarras, ollas que servían de cortina musical para un auténtico carnaval del nuevo Chile y su reciente despertar. Al tiempo que la manifestación pacífica iba acercándose peligrosamente al Palacio y personal experto en represión (que incluía a militares y sus tanquetas) lanzaba balines, bombas lacrimógenas y spray con veneno a los ojos de varios, el Presidente de la República y sus lacayos declaraban estar muy satisfechos con el nuevo Chile emprendedor y totalmente aterrorizado por la delincuencia, sonriendo muy cucos. Ya no éramos “aliens” con quienes habría que compartir “privilegios” como dijo la señora Primera Dama a otra descerebrada. En palabras del Presidente: “La multitud alegre y pacífica marcha hoy, donde los chilenos piden un Chile más justo y solidario, abre grandes caminos de futuro y esperanza”. Y las bombas y balazos llovían por el casco histórico de la urbe. El descaro sin límites. Nuevas protestas, nuevas “hordas de lumpen”. Y entonces el Presidente otra vez, corriendo a Palacio buscando refugio y despidiendo cortesanos, adelante, vayan pasando, a éste y a ese me lo quitan de encima y lo reemplazan por otro, pero por otro que se parezca más a la gente que ocupaba el puesto antes y así todos contentos, ah, sí, y que a la vez regale la impresión global del progresismo que viste zapatos marca Bestias y toma vino tinto en el Ambrosia. Parece que uno de los nuevos miembros de la corte, que antaño ejerció de espía en las reyertas estudiantiles y que ahora ve cumplidos sus sueños de facho pobre al tener nombramiento en el alto cargo ministerial, se declaró abiertamente y sin reservas en contra del matrimonio igualitario y del aborto y que a él le importaba nada la economía del país si esos eran los planes para su fantasía casta y devota. Chilean Horror Story. Blumel al parecer no es tan detestable, desde el punto de vista estético.

 

Creo que es fundamental mantener viva la llama de la disidencia pacífica –la paz, la paz, siempre la paz– que comenzó en la forma de protestas callejeras y que ahora debe necesariamente tomar un curso disidente, sí, pero sobre todo racional, crítico y analítico. Si ya fuimos capaces de desafiar el orden de la autoridad y la tradición ¿Qué tal volver a la propuesta socrática del autoexamen y la aristotélica de la justicia? En mi agenda, el Cabildo se transformó en un nuevo viaje al que me acerco con prudencia, observación, participación, actitud, sin miedo y con la esperanza que se transforme en el semillero del país en el que realmente quiero vivir. O como escribió Patti Smith –que en un par de semanas visita Chile– en Peaceable Kigdom, “volver a construir el paraíso, otra vez, otra vez”.

 

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