Desde hace tiempo estoy tratando de convencer a una amiga deprimida para que vaya a una tienda de deportes, compre shorts y zapatillas y salga a correr. “Aníbal, lo intenté en Londres, pero me aburrió y no pude”. Lo de la capital británica no viene a propósito de alguna bravuconada o la antigua estrategia parvenu del “dropping names”. La amiga en cuestión vivía efectivamente a poca distancia del Hyde Park y el Green Park, núcleos verdes que son el paraíso de cualquier trotador, amateur o profesional. Apenas sale el sol y la horda de deportistas ya estiran las piernas con el iPod u iPhone amarrado al brazo mientras dan zancadas vertiginosas que prometen control de peso, liberación de estrés acumulado y sobreproducción de endorfinas. Esto pasa en el Central Park de Nueva York, los Bosques de Palermo de Buenos Aires, el Bicentenario de Santiago, el Retiro de Madrid. ¿Por qué no aprovechar el tiempo libre y salir a correr? ¿Vale la pena?
En otras entradas del blog he narrado la experiencia de cómo una estadía laboral en India y su correspondiente viaje por otros lugares del sudeste asiático y el mundo se transformó en el tratamiento efectivo para bajar 30 kilos en solo meses. Eat, Pray, Love? No. Run, Run, Go! Todavía no llego a la conclusión de la historia (¡Atentos!) pero hoy quisiera hablar del método para mantener el peso ideal, ese con el que YO me siento a gusto. Me refiero al antiguo ejercicio físico que implica salir a la calle provisto de shorts, camiseta, zapatillas y algún gadget electrónico para almacenar música (correr sin música para mí es el equivalente a comer pizza sin queso). Al principio cuesta bastante tanto por la complejidad para mantener el ritmo y calcular las distancias como por la “vergüenza” de ser visto en vivo y en directo en la vía pública con tenida de playa, porque si se quiere correr de forma óptima las ropas ligeras constituyen el deber ser, bueno, eso y zapatillas que resistan el peso corporal sobre el camino de tierra o concreto.
Mi primera vez: año 2014. ¿Cuánto medía? 1.70 centímetros ¿Cuánto pesaba? 56 kilogramos. A esas alturas ya había cambiado totalmente mi clóset pasando del XL al S y me había deshecho de toda la ropa vieja amoldada a 91 kilos que incluía (ouch, mi corazón) una chaqueta italiana de la Via Condotti, pantalones, varias camisas y camisetas de marcas prestigiosas y lo más difícil, el vicio preferido de todo escritor: el cigarrillo, Marlboro light en mi caso. El asunto era mantener el peso y ya no podía seguir privándome de algún dulce chileno o alemán –casi la misma cosa– y estar pasando hambre de forma objetiva y peligrosa. Porque gracias a la ansiedad soy de los que empiezan a tragar y no acaban, de modo que estoy naturalmente dotado para la ganancia sostenida de peso en la forma de sendas porciones de Kuchen de nueces, torta de chocolate, mantequilla de maní, Nutella a cucharadas, alfajores de Mendoza, buñuelos y un larguísimo etcétera. Con la ayuda de un médico Ayurveda aprendí a vincularme intelectual y críticamente con la comida, pero de vuelta en mi país se me estaba haciendo cuesta arriba. El problema se agudizó cuando mi madre, en un arranque de humor negro típico de ella, me contó con fingida preocupación que a su edad, sin quererlo ni planificarlo, estaba esperando a un “hermanito”: mi cuerpo se entregó al siempre presente ataque de colon irritable. Un mes en cama sin probar bocado, que redundó en la pérdida de 7 kilos ¡Llegué a pesar 49! Y como es absolutamente insostenible y antinatural mantener el bajo peso a punta de privaciones excesivas de alimentos, abriendo de paso la compuerta de la anorexia, mi yo interno dijo: Aníbal, debes hacer algo extra, ¡Un poco de esfuerzo! A las 6:30 de la tarde iba recorriendo las torcidas arterias de mi ciudad natal del sur de Chile, parapetándome entre los transeúntes como si estuviera huyendo de la policía con un valioso botín de miles de dólares y las joyas de la corona británica. En mi iPod sonaba Sprawl II Mountains Beyond Mountains de Arcade Fire. De vuelta en casa me sorprendí al ver que mis padres habían hecho a andar un operativo de búsqueda de mi cuerpo supuestamente inerte, porque creyeron que había escalado el cerro local para colgarme desde la rama más alta de un encino.
Desde ese día no he parado de correr.
Temuco, Valdivia, Santiago, Nueva York. Las ciudades dan la bienvenida a mis piernas ágiles y listas para saltar hoyos y mi cuerpo liviano y sudoroso. De vez en cuando un escupo sobre los matorrales, ¡Bah! Gajes del oficio.
¿Y qué es lo interesante de correr? Entiendo a los que sienten el rechazo inicial por la actividad física, porque para transformarse en corredor de 6 días de la semana –normalmente dejo uno para el descanso– hay que someterse a infinitos tormentos. Lo primero es ponerse a dieta y tratar de perder el peso excesivo, porque contrario a la creencia popular, correr no es para “perder peso” sino para mantener el existente. Los kilos sobrantes únicamente contribuyen a una exposición mayor a lesiones por estrés, shin splints, y en el peor de los escenarios, una indeseada fractura expuesta. En mi caso tuve que irme a otro país para quitarme de encima los kilos que me habían regalado los antidepresivos y una entrega total y sin reservas a la comida chatarra. Y aun pesando poco, de inmediato se presentan los calambres, los inevitables dolores de columna, tendones, huesos y huesecillos, caderas, extremidades dormidas, pantorrillas aturdidas, idas y venidas al kinesiólogo y al traumatólogo.
Ok, momento. Dado a que sufro de un eterno Trastorno Obsesivo Compulsivo, antes de que el “running” pasara a formar parte integral de mi rutina diaria, como exfoliarme la cara o escobillarme los dientes, sentí un miedo atroz. Porque al margen de pensar que era horrible, me preguntaba: ¿Y si cuando echara a andar los pies sobre la acera al ritmo de London Calling, mi barriga disminuida pero mofletuda y mis "senos" empezaran a moverse como gelatina de hospital público a vista y paciencia de los transeúntes? Solución: correr de noche. Mal. Apenas distinguía los hoyos y me iba de bruces al suelo. ¿Y si me entran ganas de ir al baño? Aprendí que por lo bajo debía esperar tres horas después de la última comida para empezar a correr y encima descubrí que el porridge, mezcla de avena con agua hervida, hacía explotar mis intestinos, igual que el pan con tomate o cualquier derivado de la harina ¿Y si la distancia recorrida no es lo suficientemente larga como para mantener en equilibrio el binomio comer + ejercicio físico? Liviano y todo, la primera vez me puse, debajo de la camiseta, una bolsa de basura que asegurara que, si interrumpía el ritmo, al menos estaría sudando la auténtica gota gorda. Mientras corrí los primeros 7 kilómetros iba acompañado del bullicio estridente de la bolsa repleta de agua emanada de mi propio cuerpo ante la mirada confundida de los transeúntes (la bolsa la fijaba a la altura de las caderas con un cinturón para evitar que el sudor corriera entre mis piernas, como si me hubiera echado una fuerte meada). Diablos. Pero eso duró apenas unos días porque a pesar de la vergüenza, las inseguridades y la bolsa, el agrado de ir dando zancadas al tiempo que recorría la Ciudad fue auténticamente indescriptible. Sin embargo, seguí haciendo las cosas mal y exigiendo más de lo que podía y debía dar. 7 kilómetros, 8, 9, ¡10! no me estaban costando nada y mi cuerpo se iba amoldando a la rutina, no obstante los dolores. De modo que organicé el tiempo y así, ya sin la camiseta de bolsa de basura, hicieron su aparición los 15 kilómetros por la mañana y 10 kilómetros por la tarde, con la subida de un cerro incluida. Focos. En realidad, pura irresponsabilidad y fijación de metas a corto plazo porque estaba reventando las articulaciones. Me explicaron el peligro de dicha práctica y que las cosas había que tomarlas con calma y fijarlas al mediano (3 a 4 meses) y largo plazo, de ahí que a la fecha mantengo un saludable equilibrio de 15-20 kilómetros diarios de trote mezclados con una sesión intensa de abdominales y día por medio, 6 sesiones de cinco minutos de plank para lo que desarrollé una técnica que rebelaré en otro post. Sí, es posible alargar la fácilmente describible y difícilmente practicable “plancha” más allá de los 3 minutos. Sí, es posible empezar a correr a pesar de todas las inseguridades: lo importante es dar el primer paso, disfrutar del paisaje y concentrarse en uno mismo. Porque ante todo correr es una actividad egoísta y solitaria, pero que contribuye al bienestar físico, mental y porqué no decirlo, espiritual.
Me defino como corredor de media tarde. Por las mañanas debo equilibrar mi Dosha (Pitha) con la infaltable tizana caliente de limón con jengibre, alguna fruta descolorida –las rojas o más oscuras tienen mayor concentración de azúcares, lo que redunda negativamente en la calidad de la piel, al igual que el Gluten y la exposición al sol–, un almuerzo ligero, un snack de chocolate amargo. De vez en cuando almuerzo contundente donde al menos se reconozcan los colores verde y amarillo. Sea como sea, alrededor de las 5, cuando el frenesí capitalino va de vuelta a casa y los automóviles se amontonan en cada esquina, calzo las zapatillas y abandono mi departamento emplazado en las cercanías del Palacio de Bellas Artes, en Santiago Centro. Entonces atravieso el Parque Forestal, el Parque Balmaceda, El Parque Uruguay, la Embajada de Estados Unidos y la totalidad del Parque Bicentenario. Es decir: Santiago, Providencia, Las Condes y Vitacura. Ida y vuelta. Si la inspiración es mayor, si el clima es perfecto, si el día antes ha llovido y con el agua acidificada se han esfumado las partículas contaminantes del aire viciado Santiaguino, me paso de largo el Bicentenario, llego hasta el Puente la Pirámide, cruzo en dirección al Parque Metropolitano –al otro lado del río Mapocho– y corro y corro sin parar hasta meterme de lleno en el cerro San Cristóbal y entonces la cúspide, al lado de la única virgen mayor de 100 años de la Ciudad. Desde allí reconozco los paños urbanos atiborrados de edificios y centros comerciales, el skyline del distrito financiero que tiene de fondo las magníficas estructuras de roca que conforman la Cordillera de los Andes y que con la lluvia exhiben sendas cantidades de nieve, para regocijo de turistas (que suben por funicular) y mío, desde luego. Cuando deshago la ruta, el sol se está poniendo y entonces se me vienen a la cabeza los recuerdos imborrables de peregrinos en el Caminito de Santiago, las Highlands del norte de Escocia y las orillas del lago en Detroit, pero sobre todo, las hileras de comerciantes que recorren Rajastán cargados hasta las narices de especias y metros o tal vez kilómetros de seda cruda, con burros y camellos cuyas siluetas se dibujan perfectamente en contraste con el enorme sol de India, el más soberbio de todos. La fealdad de la contaminación india y santiaguina es efectivamente pintoresca.
Corro porque me hace bien para el espíritu y para mantener despejada la psyché o ψυχή, es decir, mente, alma espiritual y alma apetitiva. No voy a mentir: todas las veces que llego a casa, contemplo mis zapatillas sucias que se mantienen en el balcón para evitar el mal olor dentro de mi habitación, entonces pienso “¡No! ¡Otra vez no por favor!”. Sin embargo, una vez listo y recorridos los primeros metros es como si un extraño encantamiento me poseyera y simplemente no puedo parar. Y es que además apelo a mis trucos. Como tengo mala vista (reminder: debo visitar al oftalmólogo a la brevedad), y como es casi imposible salir a correr con anteojos puestos, me aprendí el camino de memoria, con sus respectivos desniveles, baches, y los muy del tercer mundo perros callejeros que a veces gustan de perseguirme o hacerme compañía. Y como somos tan pocos los corredores rutinarios y como los edificios y paisajes son siempre los mismos, salvo un grave accidente automovilístico o alguna manifestación que es espantada con bombas lacrimógenas, he debido crear mi sistema de distracción y entretenimiento que obligue a seguir.
Porque junto a correr va de la mano el imaginar. Para eso apelo a una técnica reñida con la ética vinculada a los derechos de autor, pero ¡bah! sirve para estimular mis sentidos. Desde YouTube me descargo videos de ballet u ópera o de certámenes olímpicos que memorizo hasta el último detalle, los instalo en mi iPod y ¡zaz! me muevo por la ciudad recreando mentalmente las imágenes de las que en el momento solo obtengo referencias sonoras. A veces una lectura sobre filosofía moral de Martha Nussbaum, alguna rutina de Stand-up Comedy o agitaciones políticas en contra del empresariado patriarcal de gente como Teresa Forcades y Vandana Shiva. Así voy acompañado, quemo calorías extras y alimento la imaginación. De monje o anacoreta no tengo nada y por mucho que admire a Epicteto y en realidad a toda la escuela estoica, soy de placeres atenienses en el sentido Symposium del término por lo que de vez en cuando me voy de copitas con los amigos un día lunes o un viernes por la noche. ¡Mayor razón para salir a correr! Estímulo para el cuerpo, estímulo para el espíritu.
Y porque desde que empecé mi vida deportiva la frase de Juvenal archi-mega repetida en occidente y sobre todo en mi universidad y su curso de Poesía Latina, mens sana in corpore sano, hace total y absoluto sentido. Correr: una actividad sencilla pero intensa, para los que gozan, como yo, del placer indescriptible de un momento a solas con la Ciudad, aún cuando sus rascacielos de vidrio y concreto traten de articular un soliloquio repetido con su publicidad de celulares y relojes que ofrecen felicidad inmediata, esa que ya obtengo aunque sea por un ratito mientras voy dando zancadas por senderos repletos de nardos, dalias, rododendros, jazmines y cerezos de mis parques favoritos que tímidamente en agosto empiezan a florecer.
Equipamiento: Camiseta Asics de secado rápido XS. Shorts de lycra con bolsillo para las llaves Nike Dry-Fit XS. Zapatillas: Asics (Kayano, GT 2000, Gel Noosa FF, DynaFlyte). iPod Classic 140 GB, iPod Touch First Generation 8 GB, iPod Touch A1574 32 GB. Todos tienen listas de reproducción diferentes).
Mis tips para correr los encuentras aqui.
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