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Los últimos días de verano llegaban a su fin, el calor sofocante fue reemplazado por una brisa tibia que al atardecer enrojecía el cielo gracias a los braseros, fogatas y cremaciones de cuerpos inertes. Animales y humanos. Bueno, al menos eso creía yo, aunque en realidad faltaban meses para mi viaje a Varanasi. El curso de la Agricultura Orgánica estaba a punto de concluir. Un mes completo que se sentía como diez mil años. Entre mi recuperación y el inicio de mi aporte al curso, tuve que colaborar con Shramdaan, raspando la mugre de las duchas y escobillando las tazas de baño, rellenando jarras con agua previamente hervida, quitando la mugre del lavadero, manteniendo el orden de la sala de lecturas, vigilando el orden alfabético de los libros conspirativos y la pila de guías Lonely Planet de la minibiblioteca. También me tocó dar la bienvenida a nuevos talentos del mundo orgánico que habían visto videos de Navdanya y sintieron de inmediato el llamado a colaborar en iniciativas ecofeministas, pagando. Y… ¡Qué mejor oportunidad que el año de hippeo por el sudeste asiático para concretar planes filantrópicos! Conocí a la Doctora Vandana Shiva después de una tormentosa semana repleta de deberes. Había llegado en una 4 Wheel drive Mahindra junto a su hermano (un hombrecillo que yo veía husmeando entre las dalias y árboles frutales de la Granja) para atender las clases dictadas por una intelectual norteamericana Chippewa de origen judío, Winona Laduke, a quien a primera vista confundí con una transexual. Fui corriendo donde Vandana para que firmara mi copia de Stolen Harvest. Aparentemente le caí muy bien, a ella y a su hijo. Éste último me invitó a su departamento en Mumbai donde trabajaba –cuando le daba la gana– como fotógrafo. Vandana se vestía extraordinariamente bien, llena de seda, colgajos de oro y rubíes, se regocijaba uno solo mirándola y su bindi o tercer ojo, según ella, era más grande y decorado porque “veía más que el resto” de los humanos. Efectivamente había sucumbido al embrujo del espíritu gurú que poseía a casi todos los líderes carismáticos del subcontinente indio. Desde el Dios Hanuman hasta el Maharishi.
De la nada mi viaje a India se había vuelto una obsesión involuntaria para controlar el peso a la baja, porque los cursos me interesaban menos que la piel de una banana en estado de putrefacción.
Cuando, por ejemplo, hablé del alma tripartita platónica, recibí pullas y abucheos y críticas injustas y ácidas. Dijeron, entre otras estupideces, que eso era muy occidental y que Platón había robado la idea de India y el concepto de Swaraj o auto-gobierno, aun cuando expliqué que entre la República y Gandhi había una separación de más de dos milenios. Durante ese periodo tampoco hice nuevos amigos: sentía una incomodidad latente cuando trataba de acercarme a las canadienses o a las suizas, a Kyle y a Chris, quien trataba a su “novia”, Clara, como un estropajo inservible. A él lo cambiaron a mi dormitorio comunitario, específicamente a la cama de un indonesio llamado Ricardo que estaba de vacaciones en Agra. Me detestaba tanto que dormía con la cabeza vuelta hacia los pies para no verme: la única vez que rompió su regla fue cuando metió a Clara en la cama y tuvieron sonoras relaciones en frente de todos. Traspasó los límites el día que juntó la basura y desperdicios inorgánicos de su Shramdaan y me la arrojó con estudiado descuido mientras yo hablaba por Skype con mi hermana. Tengo la impresión que Chris era nacionalsocialista. El día que anunció que se iba al pueblo vecino junto a Clara y tardó dos semanas más de lo planificado, manteniendo a la Granja entera con los pelos de punta y vigilia constante, sinceramente esperaba que se hubiera caído en las profundidades de un río, chocado contra las pilastras de algún puente o aplastado bajo el peso del trasero de un elefante asiático. Cuando lo vi pedaleando en el patio de fumadores quise vomitar.
Lunes, martes o miércoles: daba lo mismo, el tiempo parecía haberse detenido en la Granja. Las únicas certezas eran el calor extremo o el frío anochecer, la luz rojiza del sol y la palidez de la luna o quizá el brillo de una estrella. No se sabía con claridad si eran las 5 de la mañana, las 12 del día o las 3 de la tarde. El carillón era la campanada anunciando la mesa puesta. Desde fuera se veían las pilas de platos, vasos, cubiertos y fuentes rellenas de comida vegetariana. Yo miraba con atención esperando a que cada uno tomara su puesto, a esas alturas asignado de forma natural. Como siempre llegaba último me tocaban raciones modestas de arroz cocido, zanahorias crudas o nabos a la parrilla. Finalmente acabé saltándome todos los almuerzos y comiendo únicamente algo de desayuno y los sobrantes de la cena. Lo más insoportable no era la escasez de comida, sino las actividades en las que había que participar forzosamente y que implicaban mezclarse en torno a la idea de “comunidad”, “el individuo por sí solo aquí no cuenta” era la consigna. De esa manera terminé varias noches dando saltitos en círculos en lo que representaba simbólicamente una rogativa india Cheroqui o bien alimentando el espíritu con sendas tandas de documentales que invitaban a movilizar las fuerzas en contra de los productos genéticamente modificados que no solo eran causantes directos del cáncer al estómago –entre una lista de males–, sino que habían provocado el suicidio colectivo de miles de indios y el genocidio de avispas y lombrices de tierra. El día terminaba temprano, a las 8 de la noche: todo el mundo hacia sus respectivos dormitorios, con las botellas Nalgene multicolores, cepillo y pasta de dientes. Antes un grupito se arrastraba sigilosamente en dirección al jardín repleto de árboles de Mango, rosas salvajes y orquídeas, entonces el olor a orina de zorrillo característico de la mariguana impregnaba el entorno. Pero la retahíla me la llevaba yo por fumar Gold Flakes en tanto contribuían a la usurpación de tierras ancestrales ahora ocupadas por el empresariado europeo con el único fin de sembrar cientos de hectáreas de tierra fértil con tabaco de calidad ínfima. Luego me iba a la cama con la misma ropa y el mal olor a cuestas. En cualquier caso, con o sin baño, mi habitación olía a excrementos recién hechos. Ya había terminado con Murakami y las más de mil páginas de 1Q84.
Con la escasez de nuevos amigos y rodeado de una multitud blanquísima, alegre y preciosa enfundada en seda cruda y con hacer y sentir anticapitalistas, me hubiera vuelto loco al cabo de tres semanas. De desesperación y hastío. Sin embargo, la monotonía comenzó a romperse cuando anunciaron que durante el mes de octubre se iba a celebrar el Festival de la Vasundhara, oportunidad en la que lanzarían oficialmente la campaña por la Libertad de la Semilla.
Todos estaban al tanto excepto yo.
Fueron cinco días y cinco noches preparando escenarios, amaestrando elefantes, cepillando camellos, cosiendo cortinas de pétalos de flores, confeccionando antorchas de bambú, destapando váteres, fabricando platos a base de hojas secas. Nunca había visto algo similar. Miles de personas viajaron literalmente desde todos los sitios del mundo con acceso a aeropuertos, para narrar historias de usurpación y robo sistemático de riquezas naturales que ellos venían usando sustentablemente desde hacía ciento cincuenta generaciones, por lo bajo. Mujeres y hombres de Egipto, mujeres y hombres de Kenia, mujeres y hombres de Ucrania, campesinos de aspecto indio y ojos azules que habían llegado en peregrinaje desde el valle de Hunza, norte de Pakistán. Estaban la BBC, Arte, Discovery Channel, cineastas independientes de Bélgica y Japón. Se presentaron libros, se narraron anécdotas, se crearon alianzas estratégicas con miembros de familias reales con y sin reino a fin de combatir los organismos genéticamente modificados. Mis compañeros de labores y en general el alumnado completo de la Granja estaban demasiado ajetreados y sobrexcitados por el Festival como para reparar en mi integridad personal: encima cada día representaba un banquete nuevo porque además los visitantes traían consigo recetas –veganas– desde sus respectivos lugares de origen. Los empleados de la Granja debían ingeniárselas cada día para satisfacer la demanda de los forasteros y la cohorte europea de estudiantes del Curso de la Agricultura Orgánica de la A a la Z. Mientras tanto, yo seguía tomando agua caliente con jengibre y limón día y noche, con dos comidas a base de verduras frescas o podridas sin una pizca de harina, carbohidratos refinados ni mucho menos sal.
Fue así como descubrí la Conclusión Número 1: las instituciones totales sirven para controlar el sobrepeso. lo que la sociedad occidental libre transforma en grasa corporal y ansiolíticos a punta de violencia desatada, hipotecas, centros comerciales, hamburguesas y papas fritas, su contrapunto (cárcel, hospital psiquiátrico, kindergarten, Granja Orgánica, Corea del Norte, Partido Comunista) lo controla, mide, cuantifica y vigila. Es cosa de ponerse atento, apretar los dientes, entregarse a la disciplina. Fin último: adelgazar. O lo que quiera lograrse en el corto o mediano plazo, siempre que no se remuevan los cimientos de la matriz totalitarista que invita a la alienación. Porque la impresión estética del cuerpo es una cuestión de aliens. De ahí los triunfos de la ex URSS en materia deportiva.
Después de cuatro días de celebraciones en honor a la Madre Tierra y el campesinado hundido, con visitas de actores de Bollywood incluidas, Aditi, la “jefa” de los occidentales, se acercó a mi habitación comunitaria llena de preguntas y sonrisas. Una auténtica novedad. Aditi se acomodó entre la ropa de cama de Kyle, donde en esos precisos instantes pasaba corriendo una enorme rata gris. Aditi no la tomó en cuenta.
- Aníbal, necesitamos tu ayuda, es urgente. Uno de los expositores de América Latina tuvo un accidente en tren y no alcanza a llegar a la Granja, al parecer está hospitalizado en Delhi. ¿Puedes hablar tú en la conferencia de esta tarde? Será muy corto…
- ¿Yo? Estás loca ¡Imposible! ¿De qué voy a hablar?
- Improvisa algo, no sé, muy breve, no más allá de cinco minutos… ¡Ya sé! Habla sobre la Agricultura Orgánica en el sur de Chile, de los pueblos originarios, no indígenas, recuerda, originarios. La conferencia de hoy era tipo charla motivacional sobre los altos y bajos en la lucha sobre la liberación de la semilla en los Andes
- Bueno, si no hay opción, pero…
- ¡Gracias! Vas ahora mismo al Stage Vata y la Doctora Vandana Shiva te dará el micrófono
- Pero yo…
- ¡Gracias!
La puerta/mosquitero se cerró de golpe. Dios mío. El Stage Vata era un escenario en el que estaban trabajando desde el año anterior para estrenarlo precisamente en el Festival de la Vasundhara. Habría allí unas dos mil personas. Fácilmente. Ni siquiera iba bien vestido, usaba exactamente lo mismo desde hacía dos semanas: pantalones grises cargo, sandalias de trekking, camiseta negra de “Amo Nueva York” y mi bandolero Benetton. Gordo, mal vestido, sin nada inteligente que decir… en frente de miles de personas. Apenas sí podía lidiar con quienes ya llevaba un mes viviendo. Rápidamente trajiné entre mis cosas buscando un clonazepam… que devolví a su caja enseguida ¿Y si me bajaba el sueño o un mareo involuntario? Busqué en el fondo de mi mochila Osprey y encontré una cajetilla de Marlboro light. Salí de la habitación rumbo al Stage Vata al tiempo que fumaba y transpiraba por todos los poros, incluso el pelo.
Lo único que pensaba era en lo horrible que me vería y cuánto se iban a burlar de mí.
El sudor me había empapado la camiseta que ahora se pegaba al cuerpo, destacando mis tetas masculinas ¡Qué bonito! Cuando llegué al escenario se me revolvió el estómago. Entre árboles y cortinas de flores miles de indios y extranjeros levantaban el puño repitiendo consignas al aire vinculadas a la libertad de la comida o algo por el estilo, mientras camarógrafos, documentalistas y cineastas inmortalizaban el instante, de vez en cuando haciendo preguntas que eran rápidamente contestadas por Vandana Shiva. No tenía idea que éste fuera un evento tan trascendente. Cuando me acerqué, Allison, la encargada del comité internacional de la Campaña por la Libertad de la Semilla, me indicó que me subiera inmediatamente al escenario. “Arriba” dijo con una amplia sonrisa.
Aníbal versus el público: estoy frente a miles de personas, cámaras, rostros atentos, ojos negros, ojos azules, sonrisas amplias y blanquísimas, gente fea. Más allá está Chris. Pienso que apenas me instale en una de las sillas de junco y paja que han puesto para mí (en realidad para el indigenista peruano del accidente en tren), a unos tres metros de distancia de la Diosa Shiva, me voy a hacer caca. O se repetiría septiembre de 1998 cuando no pude sacar la voz para leer un discurso frente a toda la escuela y la profesora me reprendió severa y públicamente, Gallina, pequeño duendecillo, aquí hay dos coscorrones para ti. Pero, qué pasa, nada de eso, muy por el contrario….
Hasta ese preciso instante, cuando me tocaba hablar en público siempre había tenido un miedo horrible a equivocarme y a oír las carcajadas inmisericordes del resto. Sin embargo, ahora que estaba enfrentando a miles de extranjeros, llegué a la conclusión de que al fin y al cabo se trataba de un simple conjunto uniforme y que en realidad me importaba bastante poco lo que fueran a pensar de mí, no obstante el calor horroroso del día mezclado con la humedad que todavía emanaba de la tierra y que me hacían sudar como nunca. Tomé el micrófono y expliqué que desde esa posición no se lograba apreciar realmente el conjunto, y si querían tener una impresión global de mi crítica al imperialismo de las Semillas Genéticamente Modificadas debía sentarme frente a la señora del PhD. Risas. Vandana indicó a uno de los miembros del staff que por favor acercaran una silla junto a ella.
- Lo que sucede en Chile es espantoso. Se ha despojado a las comunidades indígenas de sus tierras ancestrales bajo falsos supuestos de progreso y civilización, a partir de una perspectiva que desde el inicio se presentó a sí misma como un contrapunto de racismo y neocolonialismo de la peor índole.
Aplausos.
Luces.
¡Focos!
Fue así como acabé culpando a seis o siete familias de la desigualdad social en Chile y cómo el padre de quien por ese entonces trabajaba como vocera del gobierno de turno, se había hecho de todas las patentes de semillas existentes en el mercado. Es decir, cada vez que compro pan le estoy pagando a ese mequetrefe, indirecta o directamente porque también es dueño de un imperio vinculado a los supermercados, escupí mientras le daba una fumada al Marlboro Light que encendí sin ningún permiso. Aplausos. De principio a fin, creo, fue una bonita jornada de casi cuarenta minutos donde transité desde la violencia hacia las mujeres indígenas embarazadas en contextos de olas de calor hasta la devolución inmediata de tierras ancestrales a sus auténticos dueños. Y dije todo lo que pensé que esa gente quería que yo dijera. Y nada de lo que recomendaría para frenar el avance de Monsanto iba a dar resultado. Y de todos modos expliqué que nadie nos iba a dar los derechos y que sí, en efecto, los derechos debieran estar garantizados, pero somos los sujetos de las “bases sociales” quienes debemos jugarnos la vida por el futuro. Aplausos, traducciones, más aplausos, fotografías.
Cuando bajé del escenario, dos documentalistas norteamericanos que grababan métodos de alimentación sustentable y ancestral alrededor del mundo corrieron hacia mí explicando que necesitaban unas palabras grabadas. Siguieron periodistas de la BBC, de medios escritos de Delhi y Kolkata, activistas franceses, profesores, biólogos, campesinos, miserables, Dalits, mujeres y niños. ¿En menos de una hora había dominado el arte del Gurú? Fui corriendo a tomar un baño (baldes de agua). Cuando regresé a mi habitación ya era la hora de la cena. En el camino hacia el comedor, atiborrando el jardín de Nelson Mandela, más y más gente quería tener mis datos de contacto. Al llegar a la pila de alimentos naturales llené mi plato de lata con un poco de arroz basmati y judías verdes. No alcancé a comer nada porque fui raptado por un grupo de franceses que al parecer querían ser mis mejores amigos. Conclusión número 2: mantente activo y popular y no habrá tiempo de comer más allá de lo necesario para calmar la sinfonía de las tripas hambrientas: el gusto por los alimentos pasa a un segundo plano. Mis compañeros me miraban algo contrariados porque, según ellos, claramente sabían más del tema que alguien como yo que no paraba de hablar de farfulladas occidentales “academicistas” como me explicaban día a día. De pronto me sentí más a gusto, más delgado y definitivamente más liviano. Me tomé dos jarrones de agua caliente con jengibre y jugo de limón antes de ir a la cama. Fuera me esperaban tres indios de Mumbai pertenecientes a una compañía de teatro itinerante que querían mostrarme su obra para oír mi crítica. Estaba completamente atolondrado.
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