Mi viaje para perder 30 kilos y no morir en el intento
Antes de que empiece la alharaca veraniega que trae consigo no solo la entretención y la bohemia de la playa –lugar en el que no se pueden esconder los kilos “extra” con la amiga faja reductora–, sino también la temporada de matrimonios civiles y religiosos donde es necesario lucir un cuerpo esbelto para no estropear la impresión estética de la ceremonia, por vulgar que sea, es común oír la frase motivacional: por un verano sin polera. ¿Qué significa eso? Nada extraordinario. Simplemente que el sobrepeso evidente, el colgajo de pieles en el busto, los rollos en los antebrazos, la barriga cervecera, la piel fofa por la inactividad física invernal, constituyen lo indeseado, lo que nadie quiere ver en las páginas brillantes de las (casi desaparecidas) revistas ilustradas locales, en los desfiles de las temporadas parisinas y en los litorales donde es necesario e imperativo mostrar un cuerpo estancado en la primera juventud. El rango etario es irrelevante, lo importante es verse bien por fuera. Y es que de otro modo la sociedad sentencia despiadadamente: durante el año usted no tomó precauciones dietéticas ni mucho menos deportivas. Algunos nacimos con la “desgracia” de los kilos extra que a lo largo de los años empezaron a cubrir cartílagos, músculos, huesos y huesecillos. Los sobrenombres abundan y asimismo las dietas y su nivel de complejidad y precios. En mi caso las probé casi todas, porque –parafraseando la autobiografía de la chanta Rachel Dolezal, la gringa blanca que quería ser negra– yo también buscaba mi lugar en un mundo de gordos y flacos. Por lo menos desde el año 2002 soy archi-mega-consciente de mi peso y antes de perder toda la grasa acumulada durante años de comilona e inactividad física, depresiones, ataques de pánico, bajísimos niveles de autoestima y self-confidence, pasaba por frente de las vitrinas resplandecientes de los malls, tiendas por departamento y centros comerciales, sintiéndome como el hoyo por no verme igual o al menos parecido a los maniquíes (¡!) donde se promovía la ropa de la felicidad sin límites. Pensaba que era horrible. Y me iba comiendo un barquillo doble, de esos que tienen el cono duro y crujiente y 500 calorías vacías. Del dulce helado ni hablemos.
Bueno ¿Y? ¿Perdí el peso, perdón, el sobrepeso? Afirmativo. Mido 1.70 centímetros, chileno promedio, y alcancé el peak a los casi 100 kilos, obeso promedio. Desde el año 2013 navego en la certeza flacuchenta encajada entre los 54 y los 65 kilos (o lo que es igual: talla 28 en pantalones Levis, talla S Benetton, talla XS H&M) lo que también se tradujo en un cambio radical en la composición de los artículos de mi clóset, que dado su actual valor económico me impide volver a los good (bad) old days.
¿Métodos que probé y que no dieron *ningún* resultado?
Thermofat
El cinturón inteligente
Sauna Belt
Hot Belt Power 2000
Redicres
Fenolftaneína
Fat blockers (prácticamente todas las marcas)
Era evidente el desorden alimenticio. Nadie hablaba de mi sobrepeso como enfermedad, sino como una falla estética, una equivocación, una desigualdad inmerecida como hubiera escrito John Rawls (bueno, a lo mejor él no lo hubiera escrito). Quitándome los kilos de encima harían de mí un tipo objetivamente feliz en el sentido siglo XXI de la palabra, con todo lo que eso implica. En el sentido griego, el del alma tripartita en orden justo y harmónico, también estaba embarrado hasta el cuello.
En el año 2011 estaba MEGA obsesionado con perder el peso extra, porque me estaba metiendo en el loop tóxico y estúpido de a) No encontrar “pareja”; b) Sentirme terriblemente poco atractivo frente a mis compañeros de Universidad (por aquel entonces estudiaba en Reino Unido, donde casi todos eran altos, flacos y rubios); c) Detestar que me siguieran llamando Gordo, Gordito, Chancho Seboso, el Tetas Puntudas… ¡Aunque nadie me lo dijera realmente! Y la maldita vanidad. La puta maldita vanidad. ¿Puede un gordito verse bien? Absolutamente. Bueno, yo no lo creía así en 2011. Y encima estaba mi familia, grupo variopinto donde de forma unánime se rinde culto al cuerpo y al deporte y donde la matriarca lanza frases al aire del tipo “los gordos no pueden ser felices”, “es gorda, por eso es tan bruta”, “¿y por qué no sales a correr?”. Y el aire guarda silencio, complotando en mi contra en alianza estratégica con mi madre y sus dicterios. De ese modo y luego de las fallas sistemáticas en los métodos y tratamientos para adelgazar, se me ocurrió que, encerrándome en mi dormitorio, agarrando una bolsa de basura, haciéndole tres hoyos (cabeza y brazos) para construir una camiseta quema grasa y ejercitando tipo aeróbica en un step con movimientos que aprendía en YouTube con el iPod y los parlantes a todo volumen, con todo eso, se me ocurrió que iba a adelgazar. ¡Huge mistake!
Sí, es verdad que entre salto y salto lograba perder algunos gramos e incluso kilos, pero ganaba cuatro o cinco extras cuando después de cada “rutina” me sentaba a comer pan, kuchen de nueces, salchichas fritas, berlines, jamones y quesos, al tiempo que tragaba litros y litros de Coca Cola (normal) y Fanta. Y tampoco faltaban las ramitas, las galletas digestivas de Tesco y las Lays. Y encima me fumaba una cajetilla diaria de Camel o Marlboro. Y entre comida y comida había chocolates, dulces y más galletas. Y de vez en cuando un mojito, una caipiroska o una piscola… con el descaro de la Coca Light. Lo increíble es que aguanté durante años en ese círculo vicioso, viviendo entre comilonas y mis lecturas obsesivas de filosofía dura tipo Jaakko Hintikka, para “compensar” la grasa corporal con una capa de grasa neuronal, que en cualquier caso me ha servido bien poco. (Pronto escribiré sobre cómo aburrir un grupo de personas en 1 minuto).
Bueno, bueno, si eres gordo/a y estás leyendo esto, seguro te estás preguntando ¿Y cómo lo hiciste para bajar de peso? ¿En cuánto tiempo? ¿Cuáles fueron los métodos? ¿De qué se trató tu mentado “viaje”? Paciencia, paciencia, que para allá voy.
La tragedia del peso se agudizó cuando terminé la universidad, volví a Chile, no encontré ni un puto trabajo decente más allá del freelanceo en revistas de análisis coyuntural y edición de textos mediocres, y tuve que devolverme a la casa de mis viejos en el sur de Chile porque no me alcanzaba para pagar un arriendo, ni en Providencia ni en Ñuñoa ni en Santiago Centro. Fue en casa de mis padres, donde toda la comida es ultra light, con mamá elegante y papá deportista, que toqué fondo, onda heavy, toqué simas (yes, con S) y raspé las ollas y sartenes de las tinieblas. A escondidas me tragaba kilos de pan con mantequilla de maní, pollo frito, hamburguesas y tortas de chocolate, con intermezzos de “ejercicio físico” con la ayuda de mi camiseta de bolsa de basura (Confesión: me sé de memoria la coreografía de Xanadú). Y por supuesto los cigarros. De pronto engordé más de lo normal, estaba acercándome peligrosamente a la talla XL, con episodios maníacos, irritabilidad excesiva y altas dosis de Ingmar Bergman. Mi cara parecía la de un cerdo al que van a faenar para transformarlo en Jamón Ibérico. Día, noche, noche y día. Así, de pronto, llegaron los 91 kilos y empezaban a crecer las inevitables boobies.
Un domingo del mes de febrero, lo recuerdo perfectamente, después de haber visto por cuadragésima vez Gritos y Susurros, 2 am; apagué el televisor y me propuse dormir. Un dolor intenso en la nuca me invadió y ni el Paracetamol de 1 gramo pudo con la punzada constante, que me tenía la vista algo nublada y el resto de los sentidos en modo avión. Recuerdo que estaba en la cocina tratando de tomar un vaso de agua cuando pegué el grito: ¡Mamaaaaaaaá! En verdad creí que iba a morir o por lo menos volverme loco. Se trataba, como no, de un muy cliché ataque de pánico. Luego de los primeros auxilios en esas materias –hielo debajo de la lengua, infusiones, toma de presión arterial y algún medicamento sin indicación médica, al menos para mí–, una vez calmado y dormido, al día siguiente partí al doctor. ¿Diagnóstico? Depresión Endógena con episodios maníacos, bordeando la bipolaridad. Tenía que bajar de peso, tirar los cigarros a la basura y tomar sendas cantidades de Clonazepam, Lorazepam y Damixan, recetadas maliciosamente en dosis que me obligaran a acudir al psiquiatra cada 15 días para renovar la receta y cobrarme la consulta. Pasaron los días, las semanas, los meses, cambiaron las estaciones, se cayeron las hojas de los árboles y las castañas de chancho cubrían los senderos de parques y jardines, el sol se ponía más temprano y tuve que renovar el clóset porque nada de lo que me había traído de Europa me cabía (todo era Large). No solo no había hecho ni un jodido progreso: ahora estaba gastando plata en abrigos y chaquetas nuevas, alentado por mi hermana que venía llegando de sus estudios en Estados Unidos y su fiebre por Nueva York y lo esbelta y estilosa que es la gente allí. Había que vestir los ahora 94 kilos de anatomía enferma y deprimida, que entre tallas grandes, vicios y comida chatarra, salía más caro que arrendar el maldito departamento de Providencia. Podía incluso fantasear con Vitacura con miras a las alturas de la Dehesa.
Entonces llegó el día: el sínodo de familiares preocupados por el único miembro de la curia con obesidad evidente se reunió para discutir qué hacer conmigo. Yo estaba preocupado. Mi madre estaba preocupada. Mi padre. Mi hermano y mi hermana. Yo no me sentía capaz de tomar ninguna decisión y me daba vergüenza salir a la calle, porque sentía los ojos de la gente en mi barriga enorme, en mi trasero redondo, en mis gruesas pantorrillas. Nadie se fijaría en un tipo gordo y feo, con olor a tabaco y depresión visible a quinientas millas náuticas. Finalmente, la asamblea deliberó y llegó a la conclusión que no podía seguir así con mi vida, que qué tenía en la cabeza, que evidentemente los medicamentos no estaban surtiendo ningún efecto y que me estaba hundiendo en una ciénaga de la que no saldría nunca si no hacía un cambio radical en mi forma de enfrentar la vida. De inmediato surgieron voces a favor de un viaje por Europa, una pasantía en Washington, un tiempo en algún lugar perdido de África, “en Costa de Marfil y Liberia faltan manos”, opinaban mi mamá y su té verde. Mi hermana sostenía que Vietnam y China lucirían impecables en el currículum vitae, donde lo que más pesa es la “variedad”. Difícilmente yo veía esas ofertas como la solución a mis problemas de autoestima, ánimo destrozado, ampliaciones constantes en la estructura de mi cuerpo-primo-hermano del Parque Arauco, al que todos los años le agregan algo, un pasillo, un distrito, un restaurant que evoque la elegancia de… Miami. Y mientras más pensaba y mientras más me recomendaban, más gordo y triste me ponía. En verdad, las personas que no deben lidiar con desórdenes alimenticios no tienen idea de lo que se sufre, del constante enjuiciamiento social (ficticio o real, normalmente lo primero y normalmente lo segundo también). ¿Qué podía hacer? ¿Dónde acudir? Estaba desesperado.
Un día me llegó un mail de la red alumni de la universidad donde estudié en UK, con una oferta laboral para trabajar en India, en una comunidad de hippies y activistas anclados a los pies de los Himalaya, en Uttarakhand, cerquita de Dehradun, ciudad a la que los Beatles dedicaron una canción poco conocida a fines de los 60, antes de que todo se fuera al carajo. La iniciativa, Navdanya Earth University, era liderada por la filósofa india Vandana Shiva, cuyo libro Stolen Harvest leí en un curso de Feminismo. Era una plaza para alguien joven, con deseos de terminar con el sistema patriarcal capitalista, movilizado por hambre y sed de justicia eco-feminista, soñador con un mundo donde la comida orgánica reinara como la mismísima Victoria de Inglaterra. El trabajo consistía en ayudar en cursos de empoderamiento femenino, agricultura orgánica, biodiversidad, Gandhi y Paz Mundial. Había que vivir en la granja junto a campesinos indios, dormir y comer ahí, en un ambiente rústico, muy “acogedor”. Solo debía pagarme el pasaje y tramitar la visa. ¿Trabajar con una intelectual famosa de las que uno solo lee y se entera a través de YouTube? Sin hacerme ilusiones (tiendo a la derrota a priori) rellené el formulario de postulación, explicando que en realidad soy un tipo extraordinario de personalidad única y que siempre me han motivado los problemas del Sur Global, en especial los vinculados a los de mujeres indígenas en desventaja absoluta. Una semana, dos semanas, tres semanas ¡Zas! El mail de respuesta en mi bandeja de entrada:
Dear Aníbal. We are pleased to inform you that your application to the […] position has been accepted and that we are delighted to offer you a spot in our organization for our two main courses: The A to Z of Organic Agriculture course and the Gandhi, Peace and Globalization Course plus your personal project. Should you need any assistance in regard to your visa requirements, please do not hesitate to contact us, as further documentation can be provided upon request. We have attached a file with FAQ documentation plus some tips in order to make you trip from Santiago to Delhi the easiest you can possibly get.
Best of wishes and welcome to Navdanya.
Yours, Pawan.
¡Excelente! ¡Hurra! Ahora que había un lugar donde ir con el full support familiar –no tenía ni un quinto para comprar pasajes, a ninguna parte, apenas me alcanzó para el Lollapalooza de ese año porque quería ver a Björk y Calvin Harris– empecé el trámite de visas y seguros médicos, vacunas contra la rabia, hepatitis, tos convulsiva, tétano y fiebre amarilla, pasajes ultra-mega-caros gentileza de Madre & Padre Corporation. La aventura debía salir a la perfección. Cuando a fines de agosto de 2012 mi madre se despidió, pidiéndome que por favor pensara en ella cuando viera el sol de India, tan grande y anaranjado por la contaminación de Varanasi donde el Ganges se atiborra de cuerpos en estado de putrefacción, me entró un pánico enorme. ¿Cómo se supone que iba a arreglar mis problemas de autoestima, sobrepeso, desorden alimenticio y manías en ese lugar que se osaba llamar “La Universidad de la Tierra”? Porque más allá de un google e intercambio de papeleo y mails, no tenía mayor información. El asunto es que la aventura a lo desconocido resultó exitosa, mucho más de lo que yo esperaba. No solo perdí esos casi 30 kilos, sino que también ordené algunas piezas del reloj interno que se habían deteriorado… estropeando otras de forma inexorable.
Así empezó mi viaje.
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