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  • Writer's pictureAnibal Venegas

Buscando mi Lugar en un Mundo de Gordos y Flacos. Capítulo II

Updated: Mar 29, 2019


Leer Capítulo I aquí.


Cuando era obeso, los aeropuertos me causaban un pánico atroz. No se trataba de temerle a los aviones o que se desatara una fiebre terrorista de la nada. El problema es que sentía los ojos de todo el mundo encima de mí. Y es que con tanta tienda elegante con clientela “esbelta” (AKA no gorda), bien vestida y en su mayoría abrumadora, pálida, pensaba que ni siquiera era digno de acercarme a husmear los abrigos de lana Zegna del aeropuerto de Barajas. Probablemente (todo esto, en mi cabeza hueca) los vendedores no se molestarían siquiera en atenderme y ver qué podía o no podía comprar; incluso si se acercaban, imaginaba que lo hacían con el fin de chequear que no me estaba robando algo valioso, porque la obesidad siempre la he asociado como una cuestión de clases y al menos en Chile, casi toda la gente que se ve a sí misma como “gente” es flaca, ni siquiera delgada: flaca, macilenta, huesuda o lisa y llanamente atlética.


Y no solo eran las tiendas. Por ejemplo, me daba una especie de envidia imbécil ver cómo los backpackers de mi edad, sucios, cansados (al igual que yo) por el vuelo, se echaban en el suelo brillante de porcelanato del aeropuerto: de vez en cuando se les levantaba la camiseta y se veía un estómago plano en el que muy a menudo descansaba la cabeza despreocupada de una mina resplandeciente, también flaca, leyendo algún libro, revisando Instagram o marcando rutas en el Lonely Planet. Para sobrecompensar mi escasez de refinamiento externo que yo atribuía a mis malditos 94 kilos, me trataba de arreglar lo mejor posible para crear una impresión global de mí mismo un pelín mejor, redundando negativamente en la comodidad del viaje, porque tampoco se me ocurría quitarme los zapatos (nuevos) ni el sweater de cachemira (nuevo) ni aflojar los botones de mis tiesos Diesel (nuevos). Desde luego era incapaz de dormir y típicamente sudaba como caballo de hipódromo. Un encuentro tipo Antes del Amanecer estaba absolutamente descartado de mi destino. Era lo impensable. Era lo que nunca iba a ocurrir.


¿El itinerario? Santiago-Madrid-Londres-Delhi (Delhi, luego aprendí que “Nueva Delhi” es una parte de la capital india). La noche anterior al viaje la pasé en el departamento de mi hermana frente al cerro Santa Lucía. Estaba con los nervios de punta, como siempre que se acerca la hora de tener que pasar un tiempo indeterminado entre aeropuertos, aviones y layovers. Había viajado mil veces en avión a distintas partes del mundo, sin embargo, la ansiedad de lo que me esperaba en el aeropuerto siempre me causaba pánico y tenía que cortarme el pelo nivel 0 para no arrancármelo a tirones de la cabeza. Como regalo de despedida, mi hermano mayor me invitó al Zanzíbar, un restaurant tipo “étnico” del Borderío, lleno de alusiones contradictorias a Tanzania, Rajastán y música que invitaba a la danza del vientre, sin gente bailando. Éramos cuatro: mi hermano y su polola, mi hermana y yo. Apenas probé el puré de zanahorias y el pollo korma que servían en platos enormes de porcelana francesa. Estaba completamente absorbido por el pánico de dejar el país e ir a cosechar arroz basmati junto a campesinas empoderadas porque mi llegada coincidía con el término del Monzón que inundaba el subcontinente indio de norte a sur.


En mi estúpida cabeza hueca estaba la también estúpida idea de que si no comía nada el día antes –todavía lo creo…–, al siguiente mi estómago fofo luciría más plano y esbelto. Mucho mejor si fumaba un cigarro en el W.C., porque también era mi “laxante”. Fue así como arrivé al aeropuerto de Santiago con un hambre feroz y mi enorme mochila Osprey: según mi hermano, en realidad me vería bastante ridículo llegando con maleta a la Universidad de la Tierra.


Chequeado de equipaje, documentos OK, tickets impresos, asientos seleccionados, despedida de mi hermano, Policía de Investigaciones OK, seguridad impecable.


El aeropuerto capitalino de ese tiempo aún lucía sendas grietas provocadas por el terremoto del año 2010 y se veía tan provinciano que al menos ahí me sentía relativamente “seguro” de mí mismo. Al menos el aeropuerto y yo compartíamos la certeza del idioma y la fealdad. Era en la clasificación de pasajeros donde ocurría la tragedia, no solo la mía. Un espectáculo sociológico a escala internacional de lucha de clases. Desde luego yo estaba en el grupo chanta, es decir, el último en embarcar, porque los pasajes fueron “baratos” (más de dos mil dólares en LATAM y sus aerolíneas asociadas en alianzas OneWorld). Conmigo viajaban estudiantes, norteamericanos, españoles, suecos, israelíes. El altanero y maquilladísimo personal comenzó a llamar pasajeros de acuerdo al grupo de pertenencia. La gente chilena que viajaba en el sector exclusivo era terriblemente uniforme y por supuesto despreocupada: las señoras abrían y cerraban sus carteras Le Pliage color azul marino que hacían juego con sus camisetas bretonas. Los maridos, por otro lado, hablaban de autos caros y de los “weones” y del Tenis o gritoneaban a sus Candelarias, Pías y José Joaquines y sus cabezas rubias que se revolcaban en la moqueta sucia de la puerta de embarque. Más allá una desilusionada e invisible encargada del aseo. Entre medio se cruzaba la variedad morena e imberbe de la clase media “típica” que había llegado tempranito al counter de la aerolínea para postularse al upgrade y experimentar el llamado divino a embarque preferencial, reservado a los elegidos por naturaleza, en el sentido estricto y más literal de la palabra. En el caso de las señoras de ese grupo, ellas iban muy femeninas y nerviosas abriendo y cerrando sus enormes carteras plásticas de color blanco a juego con las botas vaqueras, también blancas, con una pátina de cremas vitrificantes para endurecer los chochos donde se enredaban los anteojos de sol, o con las greñas rubio-verdosas lisas por el efecto de la plancha. Y la bendita costumbre de llenarse de colgajos de plata y oro, en manos que encremaban ahí mismo en la fila, a vista y paciencia de todos y ante las miradas de desaprobación de las señoras bien-bien que jamás harían nada “personal” en frente de los demás y cuyas manos huesudas y uñas limpias despreciaban el olor a rosa mosqueta de las arrimadas. Para mi pesar, los maridos se parecían a mí en versión vieja, chicos y gordos, pero no les avergonzaba la ponchera, cervecera y parrillera en su caso. Eran increíblemente seguros de sus cuerpos. En cambio, hacían sonoras referencias a viajes anteriores a Aruba y Punta Cana, para que quede clarito que ellos siempre salen del país y que por ninguno de los motivos están experimentando algo nuevo, ellos están acostumbrados a viajar transatlánticamente, y conocen todo lo referente a los aviones y a los “Cueto”, y que esos sí que ganan “lukas”, estaban verdaderamente “forrados”, contrario a millonarios de países de bandera fea como Perú. A veces filosofaban respecto a cambiar la techumbre asfáltica del porche por piezas de arcilla roja y, sobre todo, qué bonitos y elegantes se verían unos termopaneles nuevos en las piezas nuevas de la ampliación reciente. Por supuesto iban bien perfumados tras su pasada por el duty free, donde las señoras se bañaron por primera vez en Chanel 5 y los hombres en Drakkar Noir (habiendo tanto de dónde escoger…).


Las personas con sobrepeso como yo, es decir, gordas, mofletudas, ansiosas, inseguras y con ataques impredecibles de colon irritable, nos debatimos internamente y durante largo rato respecto a la conveniencia de comer o no comer lo que pasa ofreciendo la tripulación de servicio, que usualmente se reduce a raviolis con salsa barata, una ensalada asquerosa, un postre de sémola o todo lo anterior, pero con carne de pollo o un pedazo de vaca con cebollas cocidas. De vez en cuando bocadillos de jamón serrano. A nivel personal, me encanta la comida de los aviones que encima siempre varía según la nacionalidad de la compañía aérea: casi la tomo como un “regalo”, un “combo”, un “cariñito” por ir sentados horas y horas en la humillante cabina turista y sus 20 grados de reclinación. Y el vino barato siempre es gratis y con múltiples repeticiones. El problema es el estreñimiento, la constipación y las idas al baño, donde más allá del sonoro peo inicial atrapado en la tripa, jamás he logrado expulsar caca. Como solución para los tres vuelos tenía programado un cocktail dosificado de pastillas para dormir que incluían, por supuesto, un clonazepam. Me sirvió para la muy predecible y aburrida ruta Santiago-Madrid, que en 2012 típicamente monopolizaba Iberia y su kit de 14 pulgadas de entretenimiento audiovisual adosado a una de las paredes o en el techo y a tres metros de distancia, jamás en los asientos. Allí estaban machacando con Charlie y la Fábrica de Chocolates, Los Juegos del Hambre o, peor, alguno de los Harry Potter en castellano madrileño: “Lo flipo tío” le dice Ron a Harry, “flipante” corean los gemelos Weasley. Afortunadamente el clonazepam surte efecto casi inmediato… por dos horas. Idas y venidas al W.C., zonas de turbulencia, gente que se ríe con los gags de cámaras ocultas, ronquidos siniestros, olor a poto y a hongos encarnados en las gruesas uñas verdes de los pies del pasajero sin inhibiciones estéticas de enfrente, almohadas Samsonite esparcidas por la moqueta. Sentado en los puestos del medio hacia el lado del pasillo, me daba una cierta holgura anatómica y lograba estirar un poco la pierna derecha. Eso si las del servicio no pasaban ofreciendo café de cartón con el carrito repleto de bollería española, oportunidad en la que a las chilenas (y solamente a ellas) se les ocurre ir a escobillarse los dientes al baño, retocarse el pelo, el rímel y echarse un poco de colonia dulzona y barata marca Zara. El olor a té y café en polvo era el anuncio de que pronto aterrizaríamos en Barajas. First stop.


 

Sheñoresh pashajjjerosh, en nombre del Capitán y la tripulazión osh doy la bienvenida a la Ziudaz de Madrizzz y aprovechamosh de agradezer vueshtra compañía y preferenzia durante eshte vuelo, eshtamosh a quinze minutosh de aterrizar en Barajjjjjjjas (La traducción al inglés es lisa y llanamente imposible de reproducir. Pobres británicos y su viaje de retorno al feo y sucio Manchester).


 

Los españoles de 2012 tendían a ser más amables que los de 2011 –última vez que había estado en Madrid– porque con cualquier reclamo de un pasajero iracundo llegaba un “mileurista” con doctorado en Filología Clásica y le levantaba la plaza de “currante”. Santiago mismo estaba repleto de españoles jóvenes y briosos que escapaban de la precariedad económica que había traído consigo el “rescate” de la banca. La pasada por Barajas fue, en efecto, una pasada, muy rápida, no duró más de dos horas. Ni el desembarque fue lento, ni los que chequean el pasaporte fueron particularmente desagradables: “¿Cuánto tiempo en Madrid?”, “No, solo es conexión, me voy a India”, “Ya, su puerta de embarque está en esa dirección”. Timbre sobre una página en blanco y comprobación de que la cara gorda de la foto del pasaporte se reflejara en la cara gorda y cansada que el oficial tenía en frente. Llegué temprano, 6 AM hora local. Con sus bemoles, todos los aeropuertos de occidente son iguales. Frente a mi Gate a Londres vía Iberia “doméstico” (o lo que es igual, compre su comida a bordo) una elegantísima boutique exhibía sendas carteras Vuitton y abrigos de lana Pringle of Scotland. La cascada de complejos que tenía en la cabeza me pateaba el culo en la puerta de entrada: usted señor no tiene nada que venir a hacer aquí. Los bandoleros italianos desenfundaron espadas y parecían gritar: largaos inmediatamente, no queremos su barriga morena y gorda en nuestros dominios donde solo vestimos gente LINDA. La realidad: pasajeros cansados y aburridos que miraban los objetos preciosos sin ninguna intención aparente de comprar nada, únicamente matando el tedio. Para el siguiente vuelo solo quedaban cuatro o cinco de mis compañeros del viaje anterior, incluido un matrimonio de la clase media santiaguina que iba a visitar “al hijo”, porque “el hijo” estaba sacando el Máster en Gestión, como lo anunciaban al aire, a ver si desde el aire preguntaban algo. Silencio. La mujer opinaba que Cecilia Bolocco usa de esas mismas carteras o incluso más finas, y qué decir de las cremas, desde luego exclusivas. El hombre argumentaba que él había visto a Cecilia Bolocco en la tele cuando se ganó el Miss Universo y que su familia solía tener un campo precioso en el sur que fue arrebatado maliciosamente por los comunistas, y que por ese mismo motivo su “mami”, desde luego modista por elección propia ya que el padre contratista les tenía salchichón y Bilz todos los días para “las onces”, tuvo que donar el diente de oro y el puente de estaño para la reconstitución nacional.


Quería vomitar.


El Airbus era de un tamaño modesto y no había mucho que hacer, salvo leer, dormir o ver la tele. O el viejo Juego de la Imaginación, creado por mi mamá para no tener que comprarnos juguetes inservibles (tampoco tenía dinero) que luego de un par de días irían a dar inexorablemente al tacho de la basura, contribuyendo a la acumulación de plástico.


Aníbal, juega a imaginar. Veo, veo, ¿Qué ves? Una cosa, maravillosa:

En realidad, nada impresionante. Bueno, a Londres se llega con una hora de diferencia así que la novedad empieza con mover las manecillas de mi Timex. Miro para un lado, miro para arriba y asimismo para abajo. Quedé cerca del fragante concilio de los elegidos que ocupan las tres primeras filas, separados del populacho gracias a una cortina de fieltro, para que la señora encargada de Fusiones y Adquisiciones que viajaba a la “City” no se enterara de la chusma fea de la cabina principal. Ella se mantenía inconmovible recorriendo el teclado touch del iPad con los dedos blancos y largos, enfundada en Burberry. Antes del inicio del despegue exigía cifras millonarias por teléfono, dando instrucciones a diestra y siniestra. Señora: Increíble que esta gente fea, que encima se da el lujo de solazarse con unas vacaciones baratas alojando en un albergue estudiantil, contribuya a mi desconcentración a la hora de calcular cuánto tendría que ofrecer la compañía papelera para comprar acciones en la de autos eléctricos. Cuando las personas importantes nos reventamos el cerebro en disquisiciones intelectuales de grueso calibre, la masa mediocre debiera callarse enseguida. En cambio, claro, revisan como locos el menú Iberia, ponderando cifras, contando billetes, trazando planes, creando estrategias. Aparentemente alcanzan los euros para el sándwich de pepino con jamón…


Mientras tanto, la familia chilena le hace fotos al paisaje de fuera, aunque lo único que logran capturar es el ala blanca y amarilla que interrumpe la impresión integral del cielo español. En cualquier caso, lo trascendente, lo real, es que saldrán con “el hijo” que por ninguno de los motivos se reúne con otros coterráneos y así estropear su inglés de liceo particular “mejorado”, en teoría, gracias al Work in Holiday del año pasado en Australia. Es necesario pulir, aprender e imitar. Una vez de vuelta en Chile es preciso escalar. Desgraciadamente los padres, que carecen de visión de futuro, no estarán incluidos en el mentado asenso, no combinan con la casita mediterránea y el auto nuevo y la gente que va allí a tragar longanizas en el quincho de ladrillos. Papá y Mamá deberían disfrutar mucho el viaje porque desde luego no habrá otro jejeje (“la hija”, que ya hizo su contribución al engrosamiento demográfico con su propio infante a la dulce y tierna edad de 16, poco obtendrá de la Licenciatura en párvulos mención trastornos del aprendizaje. Tal vez una casa pareada con mansarda y jardincito consolidado. En Maipú). Por fin cierro los ojos. Second Stop.


Había estado cientos de veces en Heathrow y la terminal desde donde debía tomar el vuelo Londres-Delhi no ofrecía nada más que un Harrods con híper-mega-sobreprecio sobre artículos que ya eran híper-mega-sobre-caros. Y un layover de ocho horas. También había una tienda donde hacían el top-up del teléfono y vendían sándwiches asquerosos de tuna y choclo y Coca Cola con sabor a frambuesa, que con mucho sacrificio devoré. Asegurándome que mi equipaje facturado estuviera abordando el próximo vuelo, esta vez, British Airways, me salí del aeropuerto, compré un round-trip en tren y me fui a Londres. Heathrow-Victoria Station-Green Park. Tenía al menos tres o cuatro horas para estirar las piernas y quemar 300 calorías. De pronto me encontré caminando por Piccadilly Circus junto a una oleada de turistas. En los primeros días de septiembre el clima de Londres es bastante helado, de modo que mi Canada Goose sirvió para llegar hasta el Hard Rock más antiguo del universo sin morir de frío. En realidad, necesitaba hacer caca. Compré un sándwich con sobreprecio y papas fritas y Coca light con re-fill y sobreprecio. Eso y mi tarjeta de socio Hard Rock que saqué alguna vez en Edimburgo me otorgaban el derecho a usar el baño de clientes. Peos, evacuaciones. Felicidad. Revisión de aspecto en el espejo del lavamanos. Infelicidad. La piel me lucía particularmente horrible, barba de tres días, ojeras, el rollo punzante en el vientre. Me eché un poco de colonia “Happy” de Clinique y salí a hacer un par de selfis con la cámara digital (en esa época no usaba smartphone) que subiría a Facebook apenas llegara a mi hotel en Delhi. Bajé por Haymarket en dirección al Támesis y me detuve en la plaza Trafalgar, repleta de estudiantes italianos. Todo seguía igual que siempre (en mi ciudad natal del sur de Chile, siempre que vuelvo echan abajo un edificio antiguo para construir una consulta médica o tienda de artículos de baño). Decidí ir a dar una vuelta por la National Gallery. Dolor de estómago. Evacuaciones múltiples, sonoras y compulsivas en el loo. Los asiáticos y sus cámaras enormes ayudaban a tranquilizar mis nervios ¿Por el viaje? No tanto. A pesar que la obesidad es bastante visible y MUY frecuente en Reino Unido, aparte de gordo, me sentía sucio y fétido, no tenía aspecto de ir a un Burberry o la Saville Row a comprar algo bonito de la temporada, al menos, eso creía yo. Tampoco tenía libras suficientes y mis tarjetas se usarían únicamente para emergencias. Paneo vertiginoso por los impresionistas y algo de arte abstracto. Salida de la Galería. Dos camel light al lado de la estatua de Nelson que estaba particularmente cagada de paloma ese día. Wifi para la gran masa que a mí no me servía. Caminé un poco, compré unas galletas digestivas en un Tesco, dos paquetes de M&M, una barra de sneakers y una Sprite. Un Camel junto al río: al otro lado se veía el soberbio y capitalista London Eye. Ya habían transcurrido casi tres horas y un consumo de poco más de dos mil quinientas calorías vacías. Time to go back. Nuevamente me dieron retorcijones de estómago, pero no podía permitirme el lujo de comprar un bocadillo en un restaurant de paso y me daba vergüenza usar la National Gallery para mis evacuaciones. Bien podría haber ido a visitar a mi amiga Elena que vivía cerca de Charing Cross, pero la ansiedad me robó todo el tiempo. Tomé un taxi hasta Victoria Station (sin duda la caminata era más conveniente para quemar algunas calorías extras), me subí al tren y llegué a Heathrow. Y una vez más:


Chequeado de equipaje de mano, documentos OK, tickets en el bolso de mano, terminal correcta, despedida de Londres, UK Border Force OK, seguridad impecable. Fuerte olor a axila. Qué demonios.


Empezaron a llamar pasajeros de acuerdo al grupo de pertenencia impreso en la tarjeta de embarque. Nuevamente el mío correspondía a la categoría ínfima, pero la masa gris y uniforme chilena de Santiago/Madrid había mutado a un grupo multicolor salpicado de rojo, verde, ámbar y azulino. Como si hubieran celebrado un Holi anticipado. Antes tuve la buena idea de comprar el Lonely Planet actualizado de India. Cuidado con los mendigos, no des tu dinero a ningún crío, mujeres no deben usar pantalones cortos, cuidado con los ladronzuelos, cuidado con los gitanos, nada de pantanos, ratas por doquier. Dolor de guata. ¿Dónde mierda me había metido? En el bolso tenía dos libros de Vandana Shiva que ya me sabía de memoria y The Clash Within de Martha Nussbaum. Mi Navdanya-kit decía que el viaje era extraordinariamente seguro aplicando medidas sensatas y fuera de no tomar agua de la llave y evitar perros callejeros, mi doctora del Vacunatorio del Viajero UC me explicó que las píldoras de la Malaria no eran necesarias, en directa contradicción con las indicaciones de Lonely Planet. Holy freaking shit. No había tiempo para arrepentimientos. Una mujer india se comía unos sándwiches de chapati con un relleno acuoso: cómo le chorreaba por el sari que cubría todo menos el soberbio vientre donde alguna vez vivieron la media docena de mocosos que la acompañaban. Arriba del avión me aguardaban nueve horas de vuelo.


Empezaba el fin del comienzo de mi viaje.

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