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  • Writer's pictureAnibal Venegas

Buscando mi Lugar en un Mundo de Gordos y Flacos. Capítulo III

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La Terminal número 3 del Aeropuerto Indira Gandhi no se parecía en nada a la imagen “mental” que me había fabricado de un aeropuerto indio. ¿Sigamos con los prejuicios? Ok, desde luego sabía algo más de India que lo aparecido en documentales chantas donde ponen a un ignorante licenciado en Parentesco con el Gerente del Canal burlándose de las costumbres locales o lisa y llanamente tratando a la gente como la última mierda. Pero no podía evitar preguntarme: ¿Dónde están los mosquitos de la Malaria? ¿A ver? ¿Y el calor intenso? ¿Y los miles de millones de indios colgándose de las paredes o muriendo aplastados bajo las ruedas de un tren? En cambio, había que hacer fila para el chequeo de pasaporte en un elegante hall de cielos altísimos con una soberbia escultura de Madras lacados en cobre y bronce. La gringería hippy pululaba como moscas alrededor de una letrina. A no ser por los rasgos físicos de los oficiales y del personal de servicio (que, en cualquier caso, se ven iguales a los de Heathrow o a los del JFK) Indira Gandhi era como cualquier aeropuerto del mundo moderno de occidente. Una vez fuera sabría lo que es realmente la verdadera realidad. Sobre eso luego.


¿Y el viaje? ¿Me sentí menos gordo o menos flaco? Final Stop. 48 horas de vuelo se acercaban a su fin. Nada trascendente, salvo que me senté junto a la ventana y al lado de un argentino flaco y rubio sin mayor tema de conversación que su amor reciente por el yoga que practicaría antes de irse a bucear a Goa, ya estaba hasta las narices de la sociedad industrial avanzada. Al parecer, había sido gerente de una firma internacional de auditores. Cuando empezó a explicar que el suyo era un tránsito espiritual inspirado por Cuerpos Sin Edad, Mentes Sin Tiempo me aburrí y por suerte me distraje. ¿Se llamaba Federico? ¿O Santiago? Argentino-narciso promedio. La población flotante del Airbus era más ricachona que la del tramo Santiago-Madrid y quienes viajaban en Primera lo hacían en el segundo piso, invisibles aún para los de Business: no querían contaminar la vista ni mucho menos el olfato con el hedor y excitación turística putrefacta de la masa ebria de la cabina principal, que engullía platos indios de todas las regiones servidos por la sonriente azafata inglesa, mientras pedían que les rellenaran el vaso plástico una y otra vez con vino tinto de calidad ínfima. A grosso modo, todas las mujeres occidentales iban de blanco. A grosso modo, todos los maridos occidentales iban de Kurta. La incapacidad de no viajar aparejado aún me asombra, para mal. En fin. Desde luego no había que echar mano al “juego de la imaginación” para saber a qué trámite corporal iban. Y a dónde iban. La variedad estaba entre quienes clamaban ser Pitta y los querían contaminar maliciosamente con una papilla Vata. Por mi parte ya había devorado sendas porciones de arroz, papas cocidas con salsa al curri, bocadillos rellenos de verduras (samosas) bañadas en yogurt, Chai Masala con leche de almendras, Rabri, cerveza, coca light y vino. Los obesos de mi clase no entendíamos de Doshas ni dietas macrobióticas. El avión era moderno, del futuro, cada asiento con su kit de entretención a bordo con múltiples películas y series. Dos Días en Nueva York: bodrio. El Señor de Los Anillos: vista múltiples veces, next. Sixteen Candles: increíblemente sexista (solía verla en tardes de cine… debiera ser ilegal).


Dormí, fui al baño, dormí, revisé el Lonely Planet, completé documentos de inmigración, dormí. Una travesía de ocho horas increíblemente suave, sin turbulencias que peligraran la experiencia en el W.C. o impidieran caminar por los estrechos pasillos buscando más vino. Cuando prendieron las luces invitando a tomar desayuno a base de la comida anterior, pero con té negro o café y un pedazo de torta dura, plegué mi mesita y recibí mi bandeja que encima incluía un kit de cuidado personal: pasta de dientes, mini cepillo y talco. ¿Talco? Clueless. Probablemente en ese solo vuelo había logrado capturar más de cuatro mil calorías vacías y una provisión de azúcar suficiente para gatillar un coma diabético, a pesar del efecto purgante del toque indio en las comidas y los dos litros de agua embotellada que tomé. Recogida de trastos, basura y bandejas. El Capitán anuncia que estamos en proceso de descenso, “ese soy yo”, pensé. Abro la cortina plástica de la ventanilla y aparecieron los primeros indicios de Delhi, un sombrío conjunto de casuchas, suciedad e inmundicia que no terminaban de abarcar la vista humana. Mientras más bajo volábamos, más sucio y pobre se veía el espectáculo de abajo. “A ver qué opinaría mi amigo Héctor” pensé, quien, para sostener su idea de la planicie terráquea, argumentaba que en las ventanas de los aviones proyectaban una “película” y que en realidad nunca nos movíamos del lugar desde donde supuestamente habíamos despegado (cambió de parecer en 2010 cuando le expliqué las paradojas de Zenón de Elea). Welcome to India. 2 PM.



Un calor asfixiante y húmedo me azotaba la cara en las afueras de la Terminal 3 del Aeropuerto Indira Gandhi donde tenía que encontrar a mi chofer “Michael”, como me habían indicado los de la agencia de taxis que contraté por internet desde Chile. Allí había uno de pie con un cartelito que indicaba mi nombre en letras rojas. Esperé un par de minutos para asegurarme que yo era el único Aníbal del lugar, porque la foto que tenía de Michael se parecía a todos los taxistas indios que se agolpaban fuera de la puerta de salida: piel oscura, delgadísimos, camisa manga corta metida en los pantalones tipo chinos, zapatillas blancas y bigote. Algunos se habían teñido el pelo de un rojizo discreto. No se veía ningún turbante Sikh. Bueno, qué mierda, ese debe ser para mí. Michael no hablaba una puta pizca de inglés y lo único que atinaba a hacer eran reverencias patéticas y Achá o Tikeh para arriba y para abajo mientras subía mi mochila Osprey y mi bolso universitario Eastpak en el maletero de un Tata gris, que en Chile solo venden en versión pick-up. Mi hermano había sido de la opinión que en mis dos primeros días en India –que pasaría en Delhi– me hospedara en un buen hotel y él mismo se ofreció a pagar el Cinco Estrellas cuyo itinerario de reservación llevaba impreso en la mano. Estaba estratégicamente emplazado entre la Ciudad Capital y el Aeropuerto. Alguien llamó a Michael y éste me alcanzó el teléfono:

 

- Namaste Sir, welcome to India.

- Namaste… Kamal?

- Yes, Sir, it’s me. Michael is driving you to your hotel. You must not tip him in any way, not with money, not with a candy, do not even touch him, no shaking hands, nothing, nothing, you understand, Sir?

- Yes, I do, and why is that?

- Security reasons, Sir. If by any chance Michael puts more people into the cab, you must say a big “no” and call me right away. Thank you, Sir. Have a lovely stay in Delhi.

PD: De ahora en adelante reconstruiré los diálogos en español. D’oh.

 

Ok… Como si tuviera teléfono para llamar a alguien. En fin. Me quedó claro que no había que mezclarse con Michael ni darle propina, acción que de todas formas no iba a ejecutar hasta entender mejor las rupias que había comprado en el aeropuerto. Mil dólares para ser exactos. En cambio, me distraje contemplando el paisaje a través de la ventana. En India conducían a la británica o al menos eso trataban de hacer, porque en nuestra pista venían vespas, bicicletas y Tuk Tuks en todas direcciones y estuvimos a punto de chocar de frente con una vaca, que caminaba suelta por la carretera junto a sus compañeras bovinas y una procesión de perros salvajes que corrían tras los autos tratando de morder las ruedas. Michael se mantenía inconmovible. De vez en cuando frenaba y se retocaba el pelo con su peineta de falso carey. Las mujeres atravesaban corriendo, serpenteando motocicletas (montadas por su dueño y su mujer, los hijos de éstos, la abuela, un saco de granos y una escalera), camiones tolva con el frontis pintado a mano con ojos y pestañas de fantasía, más vacas, niños harapientos que saludaban con la mano. Dios mío, soy terrible y definitivamente extranjero. Más allá una escultura enorme del dios Shiva, cuyo cuerpo esculpido a partir de la estética occidental era una estrategia política del BJP, el partido conservador indio que promovía el odio hacia los musulmanes. Debajo de un puente se extendían hileras de construcciones inmundas a base de palos sin tallar que sostenían plásticos unidos con la técnica patchwork encima de una porqueriza donde mujeres hervían agua sucia en grandes ollas. Por todos lados se veían mujeres, mujeres y más mujeres. Algunas caminaban descalzas por la berma incandescente cargando sobre sus morenas cabezas la cesta de la compra o restos de madera y pedazos de carbón, mientras el viento les agitaba el Sari dejando entrever un estómago plano, supongo, por no tener ingredientes suficientes para meter al puchero. “Qué envidia” pensé estúpidamente. Cuando se lleva a cuestas la maldición del sobrepeso occidental alimentado por un sobre exceso de comida, las determinantes sociales de la delgadez no alcanzan para una observación inteligente. Demonios. La contaminación del aire era impresionante y no había un solo parque de árboles bien cuidados o un rincón donde no se reuniera lo más avanzado de la ingeniería india con la pobreza archi-mega-extrema y un festín de ratas. Y aún no había visto lo peor…


De pronto el Tata giró hacia la derecha a punto de arrollar un perro y lo que parecía ser un camello y se metió por una vía de adoquines vigilada por dos hombres flacuchentos vestidos de beige, que luego de revisar y visar nuestros documentos de identificación, nos dejaron conducir hacia una extraordinaria fortaleza de mármol blanco repleto de cúpulas y palmeras y fuentes de aguas cristalinas. Era mi hotel Cinco Estrellas. El contraste entre el exterior miserable y repleto de basura y el interior atiborrado de lujos era impactante. Un indio disfrazado a la usanza de la colonización británica del siglo XIX me abrió la puerta: un tipo alto, delgado, apuesto, como sacado de Las Mil y Una Noches. Una performance de pies a cabeza. Calzaba babuchas y turbante y me daba la bienvenida a Delhi y que no me preocupe de mi equipaje ya que sería acarreado hasta mi habitación por personal del servicio.


 

- El front-desk de check-in está a la derecha, mi señor.

- Gracias…

 

Dentro, un lobby repleto de lujosos tapices colgando del cielo de triple altura y numerosas estatuas de mármol que a la vez hacían de lámparas. Nada de calor intenso, nada de olor a curri ni mujeres mal vestidas. La del front-desk era una chica alta y delgada, usaba un sari precioso repleto de brillos y hablaba con acento del sur de Inglaterra. Probablemente se trataba de una becaria. ¿Estudiaba Relaciones Internacionales de la London School of Economics? ¿Estaría sumando puntos a su Curriculum para postularse a una Ivy League? ¿El hotel era el negocio familiar? Con falsa y afectada amabilidad me indicó las formalidades de la estadía, los límites de la tarifa pactada y la hora en que el taxi iría a recogerme para tomar mi vuelo a Dehradun, en 36 horas más. Asimismo, explicó que el desayuno tipo buffet se servía a las 9 y que la piscina estaría abierta hasta media noche. Si me apetecía jugar al golf tenía que indicarlo en un formulario, lo mismo si quería practicar Polo o pasear en un poni. ¿Y la multitud india interrumpiendo el libre acceso? ¿Los elefantes atiborrados de pedrería barata y la gente salpicándose con polvos de colores? Me entregó la tarjeta magnética de acceso indicando que mi suite era la habitación 108, con vista a la piscina y balcón privado, donde podía fumar si así lo estimaba conveniente. Caminé por el fastuoso pasillo con paredes de tapicería (nada de decomural) donde únicamente transitaba gente europea o norteamericana, de vez en cuando un chino o un indio vestido de traje azul nocturno y zapatos italianos hablando por teléfono en inglés. El botones dejó mi equipaje sobre una enorme mesa de mármol verde y describió la habitación y los lujos que la componían. Todo muy kitsch e irrelevante. Necesitaba tirarme un sonoro peo así que le puse 500 rupias en la mano y lo despaché de inmediato.


Tampoco es que estuviera desacostumbrado a ciertos niveles de fastuosidad. Hace algunos años viajé junto a mi hermano a Cracovia para visitar los campos de exterminio nazi, llegamos a media noche y decidimos quedarnos en lo primero que encontramos, un hotel cinco estrellas. La diferencia era el contraste entre lo que había visto desde el avión, el espectáculo callejero de miseria absoluta apenas abandoné el Indira Gandhi y subí al taxi y lo que ahora examinaba con cierta incomodidad, porque estaba concentrado en el W.C. y las revistas de moda que tenían ahí en el revistero para solazar la actividad evacuatoria del turista de occidente que, a juzgar por la variedad, era norteamericano. Señales de alerta: una pesa junto al lavamanos de mármol verde. Para reducir todo sesgo, me quité mis Diesel, camiseta, calzoncillos y calcetines. 90 kilos. Wow. ¿En qué minuto adelgacé? Es decir, contrario a mi raciocinio, no había subido ni un gramo de peso con todo lo que había tragado durante dos días de viaje y, por el contrario, había “enflacado” –una hipérbole en mi caso, ya que las boobies seguían intactas. Wow, wow y doble wow, cuatro kilos en dos días. ¿Estaría mala la pesa? ¿O las pesas indias tenían un límite de 90 kilos? De pronto recordé las etiquetas de la ropa Made in India: “S (UK) S (US) S (FR) XS (IN)”. Como sea, me hice dos promesas, con ciertos niveles de separación temporal y expectativas de éxito en el mediano plazo:


1) Bajaría al menos 20 kilos

2) Nada de cigarros una vez de vuelta en Chile. ¿Qué aportaban los cigarros? Resulta que nada. No, wait. Mierda, aportaban mucho. Eran mi laxante, compañero de juerga, gancho para hacer amigos…


Todo muy bien y loable, y definitivamente positivo para mi salud, autoestima, estética y aliento matutino. La pregunta era: ¿Cómo? Desnudo, de frente al espejo del enorme ropero, decidí que la estadía en India no solo iba a transformarse en una terapia de choque para lidiar con mi estado de ánimo hecho polvo y embellecer el resumé: sería el medio para cumplir con esas dos promesas. Ya iba por el buen camino: en teoría, la Universidad de La Tierra era campo libre de Coca Cola, grasas saturadas y carne de todo tipo. Y con la carga de trabajo que debía realizar sumados al otoño-invierno con aires de verano, seguro iba a sudar la gota obesa que me ayudarían a cumplir mis frívolas metas. Y quizá ir más allá. Bien Aníbal, vas por buen camino. Pequeño hombre.

Saqué el laptop de la mochila, puse el transformador de enchufes Victorinox, hice Skype con mi hermana y luego con mis padres. Mandé algunas fotos vagabundeando por Londres y decidí tomar una siesta. La habitación apestaba a insecticida de esos que conectan a la corriente para prescindir del mosquitero, que ¡fuck! había olvidado en el sur de Chile. La cama era enorme, suave y olorosa. Cerré los ojos y dormí sin necesidad de tomar pastillas…


6 PM. Despierto. ¿Dónde estoy? No reconocí el lugar. Me sentía extraño durmiendo completamente desnudo sobre una cama ajena. Por debajo de la puerta habían tirado un formulario de “actividades misceláneas” incluidas en la tarifa del hotel. Marqué el paseo por Delhi al día siguiente después del desayuno. Me puse un pantalón de jogging, camiseta, mi bandolero Benetton de 1980, la cajetilla de cigarros, cámara fotográfica, Ipanema Flip Flops. Realmente me veía muy turista. Caminé por los pasillos y dejé el formulario en el front-desk donde ahora se había instalado un alemán sonriente. “Después de recorrer el parque del hotel, puede ir a cenar al comedor, Namaskar” me indicaron Rasmus y su reverencia. Fuera el calor era pegajoso, me senté a fumar un Marlboro light que compré en el hotel. Por ninguna parte identifiqué el sol, sin embargo, el cielo anaranjado ya anunciaba el ocaso del día. Con la espalda empapada, fui a dar un recorrido por los suntuosos jardines que ofrecían una terrible impresión estética. La piscina estaba llena de gente india que se bañaba vestida, los occidentales jugaban o pretendían jugar al golf.


El silencio era roto por el grito de algún turista inglés o alemán, a veces por el canto de los grillos o el ladrido de un perro. Entre medio aparecían restos de serpentinas, confeti, globos y lazos multicolores, indicios de que allí se celebró un matrimonio recientemente, la Wedding Season que en septiembre llegaba a sus horas postreras. Tenía los brazos y el cuello completamente cubiertos por repelente de mosquitos, que a esa hora volaban en todas direcciones. ¿Cuál transmitía el dengue y cuál la malaria? Sonido gutural de tripas. Me devolví al hotel y fui al comedor, donde habían organizado un banquete digno de las bodas del Rajá. Probé un par de cosas y tomé un litro de agua embotellada. Aguanté despierto y me fui a dormir a las 9. Dormí mal, pésimo, porque tenía demasiada hambre, pero hay que mantenerse firme a las promesas ¿No? Salí al balcón para fumar un Marlboro light. No alcancé a terminarlo porque se me cerraban los ojos. Me tiré sobre la cama y dormí profundamente con el aire acondicionado al máximo. Estaba por fin en India, rechoncho, sin ropa y con 4 kilos menos.



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